La música se hace bilingüe
Antiguas y nuevas generaciones asientan el flamenco jazz en Madrid. Guitarras y cajones comparten cada vez más escenarios con saxos y contrabajos y hablan un mismo idioma
Ocurrió hace unas cuantas noches. Apenas lo vieron 50 personas. Fue en un sótano del barrio de Lavapiés, con nocturnidad y sin alevosía. Lo llaman La escalera de Jacob. Aparentemente es un bar normal, ubicado en el número 9 de la calle que le da nombre al barrio más mestizo de la ciudad. Pero hay veces que después de bajar esos ocho escalones se roza el cielo. Aquella noche pasó.
El maestro de ceremonias era Pablo Martín Caminero (Vitoria, 1974), un contrabajista afincado en Madrid de formación clásica que se ha aliado con algunos de los gitanos más castizos. Le acompañaban Josemi Carmona —el de Ketama—, a la guitarra; y Bandolero (José Ruiz), que parece llevar los 21 años que tiene sentado encima de un cajón. Y en los teclados ¡el gran Moisés Sánchez!, se anunciaba… Allí, en los 30 metros cuadrados de esa cueva, sonó —por primera vez y sin que estuviera previsto— hasta una ópera de Puccini, que hizo saltar las lágrimas de algunos de los presentes.
Una escalera para bajar al cielo
- Josemi Carmona. El 27 de febrero bajará la escalera de Jacob y arrancará el festival el que fuera uno de los guitarristas de Ketama, además de productor de artistas como Estrella Morente o Niña Pastori.
- Pablo Martín Caminero. Su turno será el 28. Su disco El caminero fue el mejor de 2011 según la fundación BBK. Irá junto a Perico Sambeat y Ariel Brínguez, saxos; Roberto Pacherco, trombón; Moisés Sánchez, piano; y Michael Olivera, batería.
- Sandra Carrasco. La vocalista aparecerá en la cueva el 6 de marzo con Melón Jiménez presentando algunas de sus creaciones de El Comienzo.
- José Luis Gutiérrez-Iberjazz Quartet. Este artista inclasificable bajará por La escalera de Jacob el 7 de marzo.
- Anita Kuruba. La vocalista de Canteca de Macao presenta el 13 de marzo su proyecto en solitario Mujeres.
- Rubén Rubio-concierto GPS. Se trata de un cuarteto que se mueve entre el jazz y el funk con pinceladas de flamenco.
- Enriquito. Presenta el 20 de marzo su primer álbum, Me quito el Sombrero, en el que la trompeta y fiscorno toman las riendas del flamenco simulando el cante jondo entre improvisaciones jazzísticas.
- Benavent-Di Geraldo-Pardo. Los veteranos cierran el 21 de marzo el festival.
Ellos lo llaman flamenco jazz —el burro delante para que no se espante—, y viene a ser algo así como un “a ver qué pasa si nos juntamos y la liamos”. Madrid se presta cada vez más y ellos —cada vez más músicos de una y otra religión— también. Ahora incluso, de vez en cuando, se le permite la entrada a las guitarras y a los cajones en el Café Central y en el Populart, tradicionales y puristas templos de peregrinación jazzística de la ciudad.
El día 27, levantado a pulso por un entusiasta del género llamado Juan Jiménez —Juantxo, para los amigos—, arranca el primer festival dedicado exclusivamente al flamenco jazz en la ciudad, en ese garito madrileño con una escalera por la que a veces se desciende hasta el cielo, y por la que bajará seguro, lo más pintao de un movimiento musical que gana adeptos cada día en Madrid. Aunque sea solo por aquello de ver qué es lo que pasa cuando uno dice yeah baby y el de al lado, óle.
Uno de los protagonistas de esta historia es el saxofonista y flautista Jorge Pardo (Madrid, 1956), que se consolidó en esta corriente musical de la mano de Paco de Lucía y su Sextet allá por los primeros noventa, cuando emprendían con su flamenco la conquista de Norteamérica. Recientemente ha sido reconocido como mejor músico de jazz europeo —es el primer español que logra ese galardón— por la Academia Francesa. Pardo, ojos claros y audaces, es un gato pardo. Callejero, diurno y nocturno, observador, independiente, de esos que sabe pasar desapercibido y que se mimetiza en cualquier sitio… Viaja solo. Bueno, siempre con su instrumento. Para todos es “el maestro”. Para él mismo, “el más viejo”.
“El flamenco y el jazz son dos grandes madres, dos casas en las que se sienten acogidos músicos de diferentes tendencias”, se arranca el compositor madrileño con el acento andaluz que le han dejado tantas bulerías. “Es muy contradictorio todo lo que rodea a esto, pero yo soy de la opinión de que una tendencia artística se hace grande en tanto en cuanto crea controversia y pasiones encontradas. El caso es que se ha impuesto porque los músicos de dentro y de fuera del flamenco han entendido que es una vía de expresión buena para desarrollar su música”, sostiene. “Cada vez hay más empresarios”, asegura, “que dicen eso de: 'Oye, ¿y no hay un grupo de flamenco jazz por ahí?”, para las actuaciones en vivo, creo que quedan pocos sitios en Madrid, por no decir ninguno, en los que no se toque flamenco jazz”.
Ya hay músicos de la nueva generación que se han criado en el caldo de cultivo de locales como el Cardamomo, Clamores, Casa Patas o Candela y que han encontrado ahí un camino por el que seguir creciendo.
Porque hubo un tiempo en el que el jazz miraba por encima del hombro al flamenco. Mejor dicho, hubo un tiempo, sobre todo en España, en el que los aficionados al jazz recelaban de los gitanos y de sus palos y sus cantes.
Aquel clasismo musical tenía que ver más con la adopción y adaptación social de ambas músicas que con su espíritu originario. Tanto el flamenco como el jazz, nacen de la improvisación, del juego musical, de la búsqueda, de esa voluntad soterrada de que ocurra algo único, excepcional, de la emoción de toparse con el hallazgo. Y ambos estilos emergen de colectivos —los gitanos llegados a Andalucía y los negros de Nueva Orleans— que han sufrido discriminaciones sociales y que han ido adaptando sus músicas a sus lugares de asentamiento.
El jazz, la banda sonora con la que los negros se quitaron las cadenas para despegar después hacia el Norte tras la I Guerra Mundial, triunfó y se coló por los rincones y las calles de Nueva York. El flamenco, menos reivindicativo, se daba sus palmas en tabernas y cafés. A principios de los sesenta ya hubo músicos de jazz como John Coltrane que abrieron la veda del Atlántico. No por casualidad se llamó Olé aquel álbum del saxofonista afroamericano. Después le siguieron otros muchos allí, como Chick Corea (My spanish heart); y aquí, como Camarón con su Leyenda del tiempo, el disco que revolucionó el flamenco a finales de los setenta.
“Energéticamente hay algo que une a los flamencos y a los jazzeros. Es la manera de encarar la música”, dice Martín Caminero. “Los clásicos suelen ser muy cerebrales haciendo música, con sus partituras y tal... Pero tanto en el jazz como en el flamenco los músicos buscan su manera, su propio lenguaje, su acento característico... Ese es un componente energético muy parecido en ambos estilos”.
Hubo otro hombre clave en esta historia de encuentros y hallazgos. Alguien que apostó por los “jóvenes flamencos” y acertó. Se llamaba Mario Pacheco —murió hace dos años y medio— y fue el fundador de Nuevos Medios, la discográfica que dignificó el flamenco en los años ochenta, en medio de la efervescencia de la Movida.
Su labor en la producción y difusión de estas músicas supuso la aparición de grupos como Ketama, Pata Negra, la Barbería del Sur o Ray Heredia y, de la mano de muchos de ellos, el contacto con otros gitanos bilingües, que lo mismo hablaban en flamenco que en jazz. Son muchos los que piensan que echarle un ojo al catálogo de Nuevos Medios equivale a ver los cimientos del flamenco jazz en España.
“Hemos llegado a un punto de respeto mutuo. Los flamencos respetan, musicalmente hablando, a los jazzeros que se acercan y al revés”, se suelta Josemi Carmona. “En el mundo del jazz hay una admiración al cante de Camarón, al cante de Enrique [Morente], al de la Niña de los Peines… El cambio, quizás, es que esa gente está haciendo suyo ese flamenco puro”, explica.
Todos esos viajes de ida y vuelta han servido para que el flamenco se haya ganado el respeto en todo el mundo. “Ahora vas por ahí y dices que eres guitarrista flamenco y el músico de enfrente se queda parao y piensa: “Aquí hay nivel”, cuenta Carmona.
Y Pardo, al que no se le pasa una, le interrumpe: “Ese reconocimiento se da más fuera que aquí, desgraciadamente. Quizá el flamenco en España ha estado marcado políticamente, e incluso aficionados a la música no se han atrevido a experimentarlo por aquello de que “no estaba bien visto” (“ese tío dando gritos”), y han buscado refugio en la música clásica queriendo distanciarse y crear una élite”, explica.
Con todo el respeto, pero lejos del flamenco entendido para los turistas —el de los tablaos y las castañuelas—, Madrid se mece cada noche con los ritmos y las notas de decenas de instrumentos que se encuentran cada vez más a menudo sobre escenarios antes insospechados. Y hay una flauta travesera que se arranca por bulerías o tangos y ¡hasta una gaita o una armónica! El flamenco jazz está hecho de eso, de riesgos, de pruebas, de coincidencias más o menos fortuitas.
“La noche, el encuentro de músicos de uno y otro lugar ha ayudado a que en Madrid estas músicas se hayan ido ganando su sitio”, dice el trompetista Enriquito (Enrique Rodríguez), famoso por hacer que su instrumento entone el cante jondo. “La noche también es cultura”, defiende.
Ellos, los músicos, son los que palpan la curiosidad del público y le toman el pulso cada noche a la capacidad expresiva de un lenguaje musical que inventa frases enteras sobre la marcha, sin reglas, sin preámbulos ni avisos... “La otra noche tuvimos visita real en el Berlín Café”, confiesa tímidamente el gato Pardo. “Quizá eso signifique algo también...”.
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