Con escasez de cisnes
Meter la tijera a un contenido canónico como el 'Lago de los cisnes' siempre es reprobable
La parte más positiva de la función es que por fin los bonitos e inspirados decorados de Zlovin pueden verse en su esplendor colorista y de intrincado dibujo personal; también el vestuario de Epatieva da detalles de lo eslavo, estudiados y bien resueltos. Todo esto es posible por las dimensiones algo generosas del escenario y un equipo de luces más pertrechado. El Ballet Imperial Ruso también ha mejorado sus grabaciones, y ahora se oye una versión más bailable, matizada en tiempos justos y cuidada para el lucimiento del material de baile.
Pero hay un problema de base: las soluciones casi escolares y que no son de recibo sobre ciertos pasajes: falta tropa, es decir, cisnes para llegar a una formación básica, que es lo que justifica que pongan a Ivanov como crédito mayor. No se llega al punto de hablar de maniobras criminales contra el repertorio, pero casi. El primer acto se resuelve con una formación de 12+4, solistas aparte. Es poquísimo. Y está el espinoso asunto del pas de trois, que se lo encasquetan al príncipe Sigfrido (bailado con aplomo por Nariman Bekzhanov), pero que debe ser hecho por otro artista, como exige la dramaturgia. Esa manera de economizar sienta muy mal al repertorio. Meter la tijera (y el hacha) a un contenido canónico y aceptado universalmente como es el Lago (bailables de los grandes cisnes del segundo acto, por ejemplo), siempre será reprobable, pero cuando lo hace un ruso conocedor del canon, el pecado es tan coréutico como ético. Las transiciones corales ideadas por Ivanov tienen todo el sentido del mundo dentro de la acción, si se quiere abstracta, del acto blanco; suprimirlas mancilla el todo estético.
EL LAGO DE LOS CISNES
Ballet Imperial Ruso. Coreografía: Marius Petipa, Lev Ivanov y Gediminas Taranda; música P. I. Chaicovski; escenografía: Andrei Zlobin; vestuario: Anna Epatieva. Nuevo Teatro Alcalá. Hasta el 13 de enero.
Hay varias curiosidades o rarezas que, aun así, no enmiendan del todo los fallos. El doble papel de Odette-Odille (Cisne Blanco-Cisne Negro) se reparte entre dos bailarinas: la buena se reserva a Lina Sheveleva y la mala, a Radmaria Duminka-Nararenko. Ninguna de las dos tuvo su noche anteayer, aunque el coreógrafo ha elegido bien de acuerdo a los caracteres de los personajes y las posibilidades de estas bailarinas de línea.
La inclusión de los dos bufones también es otro exotismo y se inserta en una moda contemporánea (en el New York City Ballet han llegado a la cifra récord de cuatro con una corte de niños bufoncitos en la versión de Peter Martins). Aquí Taranda los pone a directamente la cuerda de lo acrobático, en una especie de diálogo competitivo y cómico que, por complaciente y fácil, peca de salirse del estilo, pero debe recordarse que el bufón es un agregado de tiempos soviéticos, y cuya autoría bascula entre Messerer (Moscú, 1937), Lopujov (Kirov, 1945) y Bourmiester (Stanislavski, 1953).
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