Mihura, con tres bomberos, de copas
El CDN estrena una comedia escrita por Carlos Contreras Elvira a la manera de las del autor de ‘Melocotón en Almíbar’
La tiple ambiciosa y encantadoramente ligera de cascos, el joven autor apocado, el empresario odioso y libidinoso y el botones del hotel donde se tropiezan, podrían ser todos ellos personajes del primer Mihura, el de comedias como Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, tan cercanas al humor y a la estética de viñeta de La Codorniz. Como Elmyr de Hory, que pintaba óleos a la manera de Picasso, el poeta Carlos Contreras Elvira (Burgos, 1980) ha compuesto una obra con el tono de las del autor de Ninette, partiendo del escueto asunto dramático póstumo que éste dejó apuntado en una agenda: “El administrador de la finca tiene que echar a un inquilino por falta de pago”.
La comedia que nunca escribió Mihura es un divertido ejercicio dramático donde se recrean con acierto el universo y la poética mihurianas, sin más ambición que entretener. Tamzin Townsend, su directora, lo ha montado sin apenas producción, en un espacio vacío que, de entrada, desconcierta, acostumbrados como estamos a ver este tipo de obras en escenografías realistas, pero que, una vez aceptado lo que se propone (“ah, es que es así”), funciona. Contreras hace citas, las justas: el universo de la comedia del disparate está aquí por osmosis. Hay un paralelismo evidente entre su pieza y Tres sombreros de copa: la acción arranca en ambas en la habitación de un hotel, las personalidades de María Angustias, la tiple, y de Fernando, el autor del que se enamora, son un trasunto de las de Paula y Dionisio; y, durante sus tres primeras escenas, Arturo, el productor teatral, exhala una prepotencia digna del Odioso Señor.
Townsend juega las transiciones, las acompasa al espíritu de la obra y dirige con pericia a un cuarteto de actores jóvenes escasamente conocidos, pero eficacísimos: José Manjón, Sandra Arpa, Gorka Martín y Manu Hernández, un chico menudo, mocho y peligroso, a lo Agustín González. Con algo más de producción y ciertas correcciones, la función podría tener recorrido comercial. Buena idea y de escaso coste económico esta de que un teatro público como el Centro Dramático Nacional sirva también de laboratorio de espectáculos (el montaje se ha ido ensayando conforme se escribía: cada escena, antes de que hubiera una sola línea de la siguiente) cuyo destino debiera de ser insuflar un poco de aire fresco en la cartelera comercial madrileña, tan mimética de lo foráneo y tan sobresaturada de artistas televisivos.
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