Justin, el ermitaño
El concierto de Bon Iver en Vistalegre trajo poesía sonora entre paredes de hormigón


Fue cambiarnos la hora, sentir la primera bofetada del invierno en las entrañas y comparecer Bon Iver en la ciudad. Cierto que también habríamos podido descocarnos con Scissor Sisters en La Riviera, porque casi siempre hay dos caminos para encarar los problemas, pero anoche era tiempo de recato e introspección. Y Justin Vernon, el hombre al frente de los nueve músicos que comparecieron en Vistalegre, es un ermitaño canónico. Reconcentrado hasta niveles mucho más fascinantes que el recinto que albergaba su poesía sonora. El hormigón se encargó de las reverberaciones sin mucha necesidad de pedaleras.
Vernon cuelga harapos del techo, a modo de telarañas, y salpica el escenario de postes que se iluminan como velitas de confesionario. Hay algo de gótico y, más aún, de ensimismado en el universo de este hombre que amplía su paleta con dos baterías, metales o violín. No encontrarán muchos equivalentes; si acaso, el íntimo preciosismo de Iron & Wine o la tristeza apocada de The Blue Nile. Deudora del Van Morrison de Common one.
El de Wisconsin es un autor torturado y delicioso, pero destaca tanto gracias a su falsete recurrente: dolorido como cuchillada en carne viva, agudo cual lobo que desafiara a la medianoche. Towers sonó con honores de himno: melodía preciosa, arreón central country y repiqueteo absorbente del vibráfono. Fue el título más aplaudido, junto a Skinny love, una de las escasas incursiones en su laureado debut, For Emma (ni siquiera interpretó Flume, el tema que recreó Peter Gabriel). Las fascinantes posibilidades de su garganta quedaron claras en Creature fear, en la que comienza cantando con tanta profundidad como Kris Kristofferson; o en la refinadísima Wash. Solo nos queda desentrañar el misterio de Beth Rest, que sigue pareciendo endeble como un descarte malo de Bruce Hornsby.
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