El tierno hombre duro de negro
Llámenlo casualidad, pero no lo es. Tras media docena de álbumes en los que ejerció como crooner, cantante enamoradizo y trémulo, irrumpe este 2012 de todos los horrores y Richard Hawley recupera su perfil más guitarrero, enfurruñado, vigorizante. El hombre que ayer nos sacudió las entrañas en la sala Joy Eslava, con una entrada magnífica, enarbola una de las voces más templadas y seductoras del rock británico, pero ha recuperado con todas las consecuencias el oficio con el que comenzó a ganarse las lentejas. Y su estupenda colección de guitarras sirve como arma demoledora: basta con mirar alrededor para sentir la necesidad de empuñar esas ametralladoras de aullidos.
La noche ya había comenzado sustanciosa con la atípica presencia de Smoke Fairies, que enriquecen la larga tradición de dúos femeninos en el folk inglés (Silly Sisters, Unthanks) con algunas gotas de electricidad y desasosiego. Pero la “ceremonia” de Hawley, como él mismo la definió, acentuó con creces esa tensión estática, expectante. Intensa desde los silencios a los estallidos de rabia.
Standing at the sky's edge, el tema que abre la velada y titula el nuevo álbum, comienza quedo y redundante como una oración, pero acaba incorporando las primeras de las muchas dosis de psicodelia que llegarán. Hawley ejerce de Johhny Cash lisérgico e intimida un poco con su porte áspero, embutido en cuero negro y con un caracolillo en la frente sobre las gafas de pasta. Pero ya la segunda entrega, Don't stare at the sun, es una balada para el abrazo y el embeleso, por más que los teclados parezcan emitir desde una base lunar y el de Sheffield acabe pulverizando el pedal de la distorsión.
Ese equilibrio entre dureza y ternura define a la postre el quehacer de nuestro hombre de negro. El hijo de obrero metalúrgico presenta algunos temas con un escueto “Esta es otra canción”, e incluso amonesta al auditorio con una cáustica reprimenda: “Me asombra la gente que habla en los conciertos, debéis de ser muy ricos”. Pero Hotel room o Tonight the streets are ours restituyen su fe en Elvis, Roy Orbison e incluso los grupos femeninos de la Motown. Y es entonces cuando el tipo ceñudo trenza melodías de pop perfecto y su voz de barítono sugiere que sucumbamos a los brazos de la pasión.
Eludió Just like the rain, inolvidable crónica sobre las añoranzas, pero entregó la lentísima y acongojante Soldier on, la cada vez más emocionante Open up your door o los diez minutos de embrujo sereno con Remorse code. Y su lado furioso reverdeció con Leave your body behind you (que encajaría en Sonic kicks, la última entrega de Paul Weller) o Down in the woods, rocoso cruce entre los Doors y Mark Lanegan. Tal y como está el patio, no todo pueden ser dulces proclamas románticas.
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