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Lo suyo es suyo, y lo nuestro, también

Persuasivo, directo, enérgico y cargado de razón, el discurso final de Juan Diego Botto en ‘Un trozo invisible de este mundo’ se mete al público en el bolsillo

Javier Vallejo
El actor Juan Diego Botto.
El actor Juan Diego Botto.

Cinco monólogos de Juan Diego Botto, con las causas de la inmigración, el desamparo del inmigrante y el abuso de poder como hilos conductores. En los dos primeros, algo no funciona: ni el cínico discurso del funcionario prepotente protagonista de Arquímedes resulta revelador, ni los golpes de humor costumbrista de Locutorio, sainete con pellizco social, son desopilantes.

Además, la amplificación electrónica exagerada de la voz de Botto, intérprete de ambos, les imprime un tono artificioso. Pero esta función se juega en cinco sets, y en el tercero, Astrid Jones, que en su relato parcialmente inspirado en la muerte de la congoleña Samba Martine en el Centro de Internamiento de Aluche (en diciembre de 2011) pasa de la palabra al canto con arrebatadora naturalidad, introduce otro cambio sustancial: cuanto dice, suena a cierto. Hay una empatía profunda entre ella y su personaje.

Este monólogo marca la pauta de los siguientes, afortunadamente. En Turquito, la identificación de Botto con Mario Bercruci, activista detenido ilegalmente en la Escuela de Mecánica de la Armada tras el golpe del general Videla, es total. Mientras sus captores lo pasean en coche por puntos clave de Buenos Aires para que identifique a sus compañeros libres, Bercruci quiere autojustificar sus miserables delaciones asignándose una nueva misión: vivir para contarlo, "como Primo Levi". Y en ello andaba pensando cuando el milico que lleva a su derecha le preguntó por la mujer que sale de portal: "Giré la cabeza, y la ví. Llevaba bolso de cuero negro, botas altas, vaqueros y una camisa con mucho vuelo… Recordé la primera vez que hice el amor con ella".

Certeramente escrito, el diálogo interior del activista da cuenta de un intenso combate entre las razones del cerebro y las del corazón, que se resuelve brillantemente, de manera inesperada y con una interpretación llena de verdad.

Y así, ganados ya por el espectáculo contra todo pronóstico, desembocamos en El privilegio de ser perro, monólogo autoficcional de una obra suya de 2005, que, puesto a continuación de Turquito y a la luz del shock económico que sufren hoy España y media Unión Europea, adquiere otra dimensión. Metido en un personaje con el que guarda una perfecta simetría (el sobrino de Turquito), Botto combina el relato de su huida desde Buenos Aires con lo puesto y de su posterior desarraigo (divertidísima, su imitación de los vecinos mexicanos) con el alegato crítico contra el desgobierno en la sombra, y el convite a la acción reflexiva.

Persuasivo, directo, enérgico y cargado de razón, el discurso de este personaje tan parecido a su autor caló entre el público de este fin de semana, que se puso en pie como un resorte para aplaudirlo largamente. Inteligentes, el uso que Sergio Peris-Mencheta y Carlos Aparicio hacen del interior del Matadero y de una cinta transportadora (¿será la de La caída de los dioses, reciclada?), y la dirección de actores del propio Peris-Mencheta.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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