Arte rupestre en propiedad privada
La gruta de Cova Eirós, ubicada en una concesión minera de Triacastela, guarda 70 pinturas y grabados del Paleolítico, los primeros conocidos en Galicia
Desde el valle, el monte Penedo de Triacastela es una mole verde coronada por una cantera que explota piedra caliza para fabricar cemento. Quien lo observe a la altura del río, poco antes de tomar el camino que sube la ladera, verá una zona cubierta de árboles en la parte inferior de la pendiente: es la entrada a Cova Eirós, una gruta de 100 metros de longitud en la que arqueólogos de la Universidade de Santiago y la Rovira i Virgili de Tarragona han descubierto las primeras pinturas rupestres conocidas de Galicia. Están en propiedad privada, en el interior de la concesión minera de Cementos Cosmos, aunque en esta campaña los arqueólogos que trabajan en la caverna solo tuvieron que alejarse una vez de sus catas para protegerse de las voladuras, casi diarias en la anterior.
El descubrimiento de arte rupestre convierte automáticamente la cueva en Bien de Interés Cultural, aunque tal figura no cambiará mucho la rutina de la cantera propietaria, que seguirá manteniendo la misma zona de protección que aplicaba hasta ahora para no poner en riesgo el yacimiento, un valioso vestigio del paso del Homo neanderthalensis y del Homo sapiens por la montaña lucense hace unos 120.000 años. Portavoces de Cementos Cosmos aseguran que “inicialmente” la cantera no supone ningún riesgo para la gruta. “La cantera busca la zona de mejor caliza para explotar, y no es esta de la cueva”, apunta Arturo de Lombera, uno de los coordinadores del proyecto, mientras un equipo de 10 arqueólogos apura los últimos días de la campaña de este año en las catas rectangulares abiertas en 20 metros cuadrados a la entrada de la cueva. En los cinco años del proyecto se han documentado otras tantas ocupaciones del Paleolítico, dos vinculadas con el hombre de Neanderthal y tres con el sapiens.
Una parte de los restos alcanza los 118.000 años de antigüedad
Nunca antes habían llegado tantos curiosos a Cova Eirós. Las preguntas en Triacastela sobre el camino que lleva a Cancelo, la aldea más cercana al lugar del yacimiento, tienen casi siempre la misma respuesta. “¿El camino para ir a la cueva?”, reformulan los vecinos, comprensivos con la expectación que el descubrimiento ha levantado. La gruta era ya de sobra conocida por lugareños y arqueólogos —la profesora Aurora Grandal dirigió en los años ochenta las primeras incursiones—pero el hallazgo de arte rupestre la ha convertido en un caramelo que abre nuevas líneas de investigación. Por ahora son 70 los restos de arte identificados, entre pinturas y grabados, pero siguen apareciendo más: líneas y puntos por ahora indescifrables y figuras zoomórficas —cabezas de bóvidos, osos y caballos— con algunas partes desdibujadas por la humedad, que se cuela entre las fisuras de la roca caliza. Algunos grabados son de una fragilidad extrema: fueron trazados sobre una mezcla de líquenes y arena. Un mínimo roce con los dedos los destruiría.
La mayoría de las pinturas han aparecido en la sala más grande de la cueva, una galería aislada del exterior por un estrecho pasillo de veinte metros de longitud que se atraviesa gateando, tarea poco grata para claustrofóbicos. En 15 metros de largo por siete de ancho, el hallazgo estrella convive con trazos más recientes, algunos probablemente medievales —la cueva se usó como refugio de pastores hasta hace pocas décadas— y, a falta de confirmación definitiva sobre la época en la que fueron realizadas las pinturas, el estilo y la técnica hacen suponer a los investigadores que pertenecen al Paleolítico Superior y que podrían tener entre unos 20.000 o 10.000 años. Esta datación provisional es coherente con la de las ocupaciones humanas ya registradas en la caverna en campañas anteriores, que confirman a Cova Eirós como un caso único en todo el noroeste peninsular. La gruta estuvo ocupada primero por neandertales —de los que quedan herramientas talladas en piedra con técnica Levallois, en un nivel de más de 80.000 años— y después, hace 30.000 años, por el Homo sapiens, al que se atribuyen una parte de las pinturas encontradas, además de un colgante de la época más dura de la glaciación y una azagaya de hueso decorada con líneas en zigzag. Hasta el año pasado, los arqueólogos no tuvieron evidencias de presencia humana en la cueva entre los 30.000 y 15.000 años, así que el descubrimiento de estos enseres añade un fotograma esencial para comprender las técnicas y movimientos de los dos homínidos. “Nos permite comprender el campo técnico y cognitivo de neandertales y Homo sapiens, así como las diferencias en la gestión del territorio y las condiciones climatológicas”, enumera de Lombera. El rastreo llega hasta los 118.000 años, la antigüedad del nivel en el que se han encontrado restos de un hogar del Paleolítico Medio.
Algunos de los trazos son tan frágiles que se borran con el simple contacto
“Las pinturas no están completas ni son evidentes, por eso ha costado tanto descubrirlas”, apunta de Lombera. Los arqueólogos sabían que la cueva, contemporánea de Altamira, podía albergar arte rupestre, pero hasta la campaña del año pasado no se fijaron en los trazos de los paneles —paredes interiores lisas— de la sala más grande. Durante todo el año, y con el máximo sigilo, estudiaron a fondo las imágenes a través de registros fotográficos hasta confirmar su antigüedad. El fin de semana pasada visitó la cueva Ramón Viñas, especialista en pinturas rupestres del Institut Català de Paleoecologia Humana i Evolució Social de Tarragona, con experiencia en manifestaciones similares de Cataluña, Levante, norte de África y México. Las consultas y estudios continuarán en los próximos meses, ya más en el laboratorio que en la gruta, porque con el verano suele acabar también la temporada de las excavaciones. Lo que no ha aparecido son restos de morteros con los pigmentos usados, aunque los investigadores saben que las pinturas en negro se hicieron con carbón vegetal. Mezclados con el arte rupestre hay piezas de cerámica que, según de Lombera, “puede ser prehistórica”, y un hogar medieval. Todos los materiales serán estudiados y datados porque aportan información de los períodos en los que la caverna fue habitada y de la estabilidad de la ocupación.
Algo se sabe ya de la intensidad con la que aquellos homínidos poblaron la cueva. Vivían en la entrada para aprovechar la luz y el calor natural y todo parece indicar que a ocupaciones más largas siguieron otras esporádicas en las que Cova Eirós fue más que nada refugio para bandas de cazadores. La baja presencia humana, o al menos eso parece indicar el menor número de útiles encontrados, coincide con la presencia de huesos de rinoceronte lanudo, —probablemente cazado y consumido en la entrada de la gruta—, panteras, lobos y león de las cavernas. La escasa acidez de la roca caliza, la misma que explota la cantera propietaria, conservó durante decenas de miles de años desde la última glaciación este legado.
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