Chabolas junto al hospital La Fe
Varias familias viven en barracas junto a las vías del tren y a pocos metros del flamante nuevo centro sanitario
El camino hasta el lugar es sinuoso. Varias higueras lo ocultan si miras desde el nuevo hospital La Fe. Al otro lado, un colegio de educación especial y las cuatro torres que dan al río impiden descifrar el atajo hasta el otro lado de las vías, protegidas por una verja metálica. Antes de pasar, un vecino indica que desconoce quién habita allí pero que cada día ve caravanas de carros llenos de chatarra. Al llegar, varios niños desnudos y con restos de comida alrededor de la boca deambulan por un destartalado solar. Una mujer —“la Mamma”, según se hace llamar— mueve las manos en un gesto que sirve para pedir dinero y mostrar hambre. Ella es una de las 20 personas —unas cinco familias, de etnia gitana y nacionalidad rumana— que viven en este asentamiento de chabolas de las afueras de Valencia.
“¿Qué quieres comprar? Solo chatarra, nada más”, espetan otros dos jóvenes que colocan escombros sobre una acequia. Ambos, sin camiseta y con los pantalones visiblemente sucios, explican en un deficiente castellano que llevan unos tres años allí. Dicen que recogen quincalla por Valencia o Benetússer (la localidad contigua) y la venden al peso. Si no la entregan en unas bicicletas con un soporte que sujeta una caja, la acumulan en el descampado y la llevan en lo que parece ser la única furgoneta que tienen. Este sustento no les da más que para poder comprar algo de comida y pagar la gasolina. Uno de estos chicos calcula que gana unos seis euros al día. No quieren ni dar su nombre ni hacerse fotos. Apenas aciertan a decir que son de Constanza —una ciudad del este de Rumanía, pegada al mar Negro— y que necesitan realizar este trabajo todos los días para mantener a sus familias.
Los servicios sociales de San Marcel·lí, el barrio al que pertenece el poblado, reconocen que ellos no actúan en la zona porque, según fuentes de la oficina, “el Ayuntamiento no los contempla: intentan hacer como si no existieran chabolas en la ciudad”. Lo cierto es que para el resto de vecinos de la zona, estos inquilinos son bastante desconocidos. Un chico que pasea su perro por el terreno y que lleva un año viviendo en un portal cercano apunta que no los ve casi nunca y que nadie habla de ellos: “Siempre que ha habido noticias por desalojos han salido los de las casas ocupadas de las vías, pero no ellos. Ni cuando hicieron las obras del AVE”.
El caso es que, según el departamento de estadística del Ayuntamiento, la población rumana en Valencia ha crecido un 9,5% desde junio de 2011 hasta el mismo mes de este año. En total, 12.667 inmigrantes de esa nacionalidad están censados en la capital, frente a los 11.568 de 2011. Y son los más numerosos seguidos por los bolivianos, con 11.257.
Valencia cuenta con 108.449 extranjeros registrados. De estos, la mayoría proceden de América Latina y, en segundo lugar, de Europa. En este rincón, no obstante, no parece existir relación alguna con el resto de individuos de la ciudad, sean del lugar que sean. A pocos metros, una pareja de agricultores observa un huerto de alcachofas y espeta un escueto “ni idea” cuando se les pregunta por sus vecinos. En una alquería cercana, cinco personas mayores charlan en círculo y advierten que “toda la zona” está llena de gente sin techo, “mangantes”. “Viven de lo que recogen. No te puedes dejar nada fuera”, aseguran. No distinguen entre los que se meten en los inmuebles ruinosos que sobreviven entre raíles o los que, como estas familias, han construido barracones a base de planchas de madera y chapa.
Una de las cosas que más llama la atención es aparente orden que reina dentro del caos. A lo largo del sendero de gravilla paralelo a las vías se amontonan kilos de chatarra diferenciada según el tipo de metal. Se ven tuberías, electrodomésticos desvencijados y objetos indescifrables. En una esquina sobresale una montaña de garrafas de agua vacías. ¿También venden plástico? No, pero utilizan estos recipientes para ducharse y luego los dejan allí, sin reutilizarlos. Cada 15 o 30 minutos, dependiendo de la hora, un tren rompe la monotonía del lugar. Los hasta 100 kilómetros por hora que alcanzan las máquinas no modifican los planes de estas personas, que, a media tarde, parecen vivir en un tiempo detenido.
Ninguna intervención
La policía local desconoce si este asentamiento tiene alguna orden de desalojo. El procedimiento habitual en la zona, según exponen, es “intervenir, vaciar el terreno y esperar a que vuelvan a ocuparlo”. Miguel Fonda Stefanescu, presidente de la Federación de Asociaciones de Emigrantes Rumanos en España, reconoce desde Madrid que las políticas con estos colectivos no suelen ser eficientes porque no hay constancia ni se planifican a largo plazo. “Este país está más interesado en la prima de riesgo que en el trato humano con los desfavorecidos”, resume. "Además”, concluye, “estigmatizar es el servicio social más barato”. En España reside un total de 861.584 rumanos, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística. De ellos, 302.501 cotizan a la Seguridad Social y 191.400 están inscritos en el paro.
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