El modelo inglés
"Los británicos han mantenido el rito de la merienda, disfrazada con el té"
En puridad, solo la Gran Bretaña tiene asumida la importancia de la merienda en la alimentación humana. El resto de los países del mundo entero la disimulan, la conectan con la cena, la dejan reducida a la infancia o, como en nuestro caso, permiten que aparezca de forma abrupta en algunos muy específicos días del año para luego quedar sumergida en el olvido hasta una nueva festividad, hasta que la patrona del lugar o la religión recordada la vuelvan a sacar al campo desde los recovecos de la memoria y la tradición.
Los británicos, sin embargo, celebran todos los días su merienda, aunque para ello tengan que denominarla té. Pero un té ilustrado, guarnecido diríamos, por los más sustanciosos sándwiches de los que son capaces, que parecen infinitos en su variedad.
La cocina inglesa tiene mala fama en general —según criterios harto discutibles—, mas tirios y troyanos coinciden en que sus pequeños bocados, los sutiles entrepanes que preparan, son incontestables. Quizás por esa razón han preferido mantener el rito de la merienda, disfrazada con el té pero llena de delicias sólidas.
Si deseamos contemplar la campiña inglesa, o pretendemos disfrutar de la merienda al aire libre en nuestros más bravíos parajes, deberemos dejar volar la imaginación para componer los sándwiches que nos acompañarán, y en caso de no poseer el tiempo o las luces necesarias para hacerlo, nos podemos acomodar a las sugerencias que brinda el Ritz londinense a sus clientes a las five o´clock y que son dignas de admiración: ¿Qué tal un sándwich —a la luz del atardecer— de jamón, en ligero pan blanco untado con una mayonesa de mostaza? ¿Y uno de queso Cheddar con otro tipo de pan, en este caso de cebolla y perfumado con salsa chutney?
Así podríamos desgranar una panoplia de combinaciones, a cual más sutil: pepino con queso untuoso, eneldo y pan de semillas de alcaravea; pechuga de pollo con crema de rábano picante; salmón ahumado con mantequilla de limón; y todos los que deseemos, que se completarán de forma indefectible con algunos bollos y pasteles, con pasas y con cremas cuajadas, o con fresas y otras dulces esencias.
El huevo [en España] es el principio y fin de toda merienda
Sin embargo, esa moda del sándwich elegante a la vez que atrevido no ha calado entre nosotros con la presumible fuerza, refractarios como somos en general a innovar las sensaciones que afectan a nuestro paladar. La tradición española de la merienda es causa probada, pero los componentes que la integran siguen aun anclados en lo que comieron nuestros ancestros. Y lo que es peor, olvidadas las perpetuas hambres que conocieron tantas generaciones, ni siquiera somos capaces de imaginar una merienda tan española como la que aconseja Martínez Montiño, cocinero del rey Felipe III, y que constaba nada más y nada menos que de treinta y ocho platos, y no livianos sino de la contundencia imaginable en unas perdices asadas, unas empanadas de gazapos en masa dulce o unos solomos de vaca rellenos.
Si eso se tastaba en los años mil seiscientos, la degeneración de la merienda ya se advierte veinte décadas después. Los cuadros de Goya y de Bayeu representando meriendas campestres dejan ningún lugar a las dudas: se observan los manteles tendidos en las praderas, los majos y las majas alrededor de los mismos con las posturas de guapura que los debían caracterizar, llenos de vasos que contendrán vino, pero en los platos solo se advierte algún pan y menos longaniza, ni rastro del esplendor de sus antecesores.
Hoy, la merienda, o es infantil o celebra las Pascuas, y su composición pasa por repetir lo sabido y preparado para la comida principal: ensaladillas rusas o nacionales, conejos y pollos con tomate, estrechas y anisadas longanizas, bollos con jamón o sardinas saladas, carnes de cerdo para los que quieren olvidar las restricciones y vigilias que atenazaron sus ansias gustativas durante la Semana Santa que ya pasó. Todos según la costumbre del lugar. El único alimento notorio que sobresale y se hace invitado contumaz en la fiesta es el huevo, que se adueña de mesas y manteles. Sea cocido y coloreado, acompañando al panquemado, la mona o el pastelón; o sea formando parte de algunas tortillas clásicas de nuestra idiosincrasia: de patatas, de ajos, de habas, de espinacas o con pimientos, el huevo es el principio y fin de toda merienda que se precie, hoy, en nuestro territorio.
Enemigos a mí
Quien no tiene enemigos no es nadie en la vida. Yo tengo unos cuantos y me vanaglorio de que, además, son realmente buenos. A los enemigos hay que mirarlos siempre muy de cerca. Es importante conocerlos y dedicarles algo de tiempo. Pero el tiempo es precioso, escaso, cuanto más mayores nos hacemos asumimos todos que vuela, cada vez más deprisa, por lo que el tiempo que dedicamos a observar los actos, dires y diretes, de nuestros detractores debe servir para algo. No vale la pena tener enemigos sin sustancia. De esos que te hacen perder el tiempo como quién lo pierde viendo programas de los últimos fornicios de moda. Es exquisita la sensación de impotencia y rabia ante el último cotilleo que te llega, y al hurgar en la vida del opuesto, para arremeter con fuerza, no tener más opción que decir para tus adentros “ cabrón, qué manipulador, pero que rejodidamente bueno eres”. ¡Así, tiene sentido! Los demás, los que observan desde lejos y pretenden sentenciar con frases vacías y facilonas al estilo de “porque se acuesta con...” o “es amiguita de...”, no me sirven. Qué puedo decir: que espero que todos tengamos buenos amigos y también conviene un poco de sexo, aunque ninguna de las dos cosas conducen a un éxito asegurado. Grandes ejemplos de valiosa enemistad serían Luis Góngora con Quevedo o Lope de Vega. ¡Bendita enemistad! Magníficos versos tiene que haber producido. Qué decir de la enemistad de Mozart y Salieri. Vivan esas competencias productivas. Y puestos a morir envenenados, señores, que sea por alguien que valga la pena. Así puede uno morir con la sonrisa puesta.
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