Manuel Rivas recrea su “psicogreografía” más íntima
El escritor revela un aperitivo de su nuevo libro en la feria de A Coruña
El próximo libro de Manuel Rivas se sumará al catálogo de Edicións Xerais después del verano, en la primera semana de octubre. Se titulará As voces baixas, como esas que la historiografía dominante insiste en arrumbar, lejos de donde pisa el poder cuando no justamente debajo. El sintagma no es nuevo para el escritor coruñés. Al crítico Xesús González Gómez ya le pareció de utilidad en su día para maniobrar en la inmensidad de Os libros arden mal. En realidad, vale como metáfora de buena parte de su producción narrativa, tanto en el papel de los periódicos como envasada entre tapas.
Las sillas volaron ayer en la feria del libro de A Coruña. A las ocho en punto, algo más de medio centenar de personas esperaban sentadas a que Rivas se arrancase a leer fragmentos de dos de sus títulos más recientes, la novela Todo é silencio y la colección de cuentos O máis estraño, y sirviese al menos un aperitivo de lo que está por venir. Otras 30 escuchaban de pie al fondo de la carpa. Todas se llevaron una edición del que será el capítulo cuarto, A guerra, a vaca e o primeiro avión.
La fotografía que ilustra la separata, rescatada de su álbum familiar, delata el caladero del proyecto: la memoria. “El libro empieza con el primer miedo y acaba cuando nace ese personaje que yo llamo, con ironía, el meritorio”, revelaba el autor poco antes de iniciar el acto, conducido por el editor Manuel Bragado. “Cuando conseguí cumplir al fin la encomienda de mi madre de encontrar un trabajo en el que no mojarse, el periodismo, empecé a sentirme a la vez a la intemperie”.
El primer miedo apareció una tarde cualquiera en un Monte Alto que ya no existe en A Coruña. Entonces la calle Marola se abría a la Torre de Hércules. Aún no la había sellado, escribe ahora aquel niño asustado, “la violencia catrastral”. Rivas no tendría más de dos años. Su hermana María, apenas uno más. Él insistía en pasear una cucaracha en su camión de juguete y ella miraba. Cuando su madre llegó, algo más tarde, se los encontró abrazados en el baño con la puerta cerrada, aterrorizados. Al asomarse a la ventana, seducidos por la algarabía, se habían dado de bruces con la imagen misma del horror: dos cabezudos disfrazados de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos.
Con este episodio de su infancia comenzó el autor de Un millón de vacas, en abril de 2010, una serie de artículos en el suplemento Luces de EL PAÍS titulada Storyboard. Se trataba de enhebrar voces y lugares en una especie de “psicogeografía íntima”. Al cabo de siete meses y otras 15 entregas, la dio por cerrada con el recuerdo de la muerte de sus padres y la prematura desaparición de su hermana. Aquel adiós provisional lo tituló, por ella, O sorriso da moza anarquista. A su manera, acaba de completar un primer ensayo. “Cuando la memoria fermenta”, dice, “es posible la literatura”.
“En aquella experiencia aprendí los pasos”, confiesa el escritor. “Me inicié en ese andar vagabundo de la memoria, pero aquello era un manantial y esto es un río”. El cauce, al final, se deja ir hasta las 200 páginas, añade seis nuevos capítulos y reescribe todo lo anterior a merced de la “intermitencia” de la corriente. “Quien escribe se va reconociendo en lo que encuentra, en las voces que escucha”, pronostica. “El yo se va transformando en un nosotros que habla en presente recordado”.
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