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OPINIÓN | FERMÍN BOUZA

Vas a conocer una derrota

En el libro de Antón Baamonde hay algunas razones para el optimismo, pero no demasiadas

Vas a conocer a un sabio, me dijo mi padre. Esto ocurría cuando el canónigo Guerra Campos daba charlas sobre la evolución del dogma y otros temas complejos y conflictivos de la teología católica y andaba mal visto por ello entre la gente más “de la situación”, que se decía. Yo podría tener alrededor de dieciséis o dieciocho años, no lo recuerdo muy bien. “Don José” era considerado un cura muy abierto, de las nuevas hornadas que estaban removiendo una Iglesia cansina que vivía de viejas glorias irrepetibles y de dramas recientes que no la favorecían mucho.

Y así fue. Me dirigí con mi padre Rúa do Vilar arriba hacia la Plaza de la Quintana, subimos la escalinata de San Paio y allí mismo, en el chaflán, vivía aquel sabio del que yo ya había oído hablar: Santiago ya era, o aún era, una ciudad relativamente ilustrada. Quizá tiramos de algún cordel de aquellos de entonces que resonó en el cosmos infinito y abrió la puerta. Subimos. Tras una pequeña mesa estaba Don José Guerra Campos tapado por cientos de libros, papeles y legajos. Y todo ello, claro, en un húmedo habitáculo de poca luz y perfiles tan difusos como sombríos. Solo faltaba el cuervo y los instrumentos alquímicos. Y un gato de mirada “fitona”, que solo existe en mi imaginación.

Era el escenario de un sabio, pero de los de antes del Renacimiento, bajando por la noche de los tiempos al fondo a la derecha. Pero me parecía un lugar intelectualmente inhóspito para un sabio y para nadie. Pensé esto ya entonces, y lo recuerdo muy vivamente. Y añadí para mi mismo que una Galicia que tenía así a sus sabios tenía poco futuro. No le comuniqué mis pensamientos a mi padre para no disgustarlo: él vivía mucho estas cosas y había puesto cierto entusiasmo en llevarme allí.

Posteriormente, y quizá debido a aquel escenario irremediablemente grabado a golpe de humedad en sus neuronas, el canónigo Guerra Campos fue convirtiéndose en un líder de la Iglesia más medievalizante y del franquismo más extremo, y así anduvo por Madrid y Cuenca, en donde yo tenía que explicar que no siempre había sido así, que era un sabio…etc. Como gallego errante que yo era, fue una pesadilla para mí, tanto en Madrid como en Cuenca, donde entonces íbamos mucho los habitantes de la capital del Reino. Él era un gallego oficial y simbólico, y sus actos y pensamientos eran atribuidos a su galleguidad por mucha gente que se complacía en darme la tabarra con mi tierra aprovechando estas cosas.

A modo de milagro cognitivo, se me volvió esta microhistoria a la cabeza cuando llegó a mis manos y empecé a leer el libro A derrota e Galicia (Xerais, 2012) de mi compañero en estas páginas Antón Baamonde, a quien siempre consideré dueño de un pensamiento libre y lúcido, estuviera o no de acuerdo y hasta qué punto con sus palabas. Al fondo, la sensación de que las cosas se habían movido poco en la buena dirección desde que Guerra Campos había tirado la toalla del progreso y se había echado a algún monte capitalino. Galicia se había equivocado también y, como el canónigo sabio, había optado por vías imposibles para su futuro. En el libro de Antón hay algunas razones para el optimismo, pero no demasiadas. Las justas de quien quiere creer y mira, capítulo a capítulo, las bonanzas de un país, el nuestro, que parece vencido pero que quizá no lo esté todavía. La entrada es dura: "O proceso de disolución da identidade nacional de Galicia é fortísimo…O idioma…está exhausto…Galicia carece de visión acerca das súas opcións no mundo globalizado. Non hai ideas ou non se toman en consideración…".

Por detrás de Guerra, en su cubículo de San Paio, hai más libros, más papeles y más legajos. Un mundo más propio de la búsqueda de la piedra filosofal que de ningún pensamiento racional. Pero Guerra resistió durante un tiempo y soñó, probablemente, con otra Iglesia y con otro mundo. Quizá con otra Galicia.

Antón, sin legajos ni mayores ataduras, empieza maldiciendo y acaba construyendo una antología de su desolación como gallego y de su esperanza como tal. La crítica nos va quitando humedades y nos abre al cambio. De esta derrota cantada por Antón va creciendo otra cosa mejor, pero hay que darse prisa. El tiempo se acaba para hacer reversibles algunas cosas básicas. Todos venimos de alguna derrota, y desde ahí nacimos y nacemos. También Galicia.

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