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La noción gallega de Stravinsky

Un disco recopila por primera vez la obra para orquesta de Jesús Bal y Gay

Igor y Vera Stravinsky (izquierda) con Rosa García Ascot y Jesús Bal y Gay en los años cincuenta.
Igor y Vera Stravinsky (izquierda) con Rosa García Ascot y Jesús Bal y Gay en los años cincuenta.

La primera vez que el director de orquesta José Luis Temes vio a Jesús Bal y Gay (Lugo 1905-Torrelaguna 1993), el musicólogo lucense era un señor de blanco al que era imposible robar una palabra sobre su pasado. Era por la década de los setenta, y ambos asistían a los conciertos en la Fundación Juan March de Madrid. Hombre parco en palabras, el agotamiento de un ostracismo “voluntario” lo había alejado de la realidad. Ni tan siquiera las presiones halagüeñas para hacerle partícipe del entusiasmo de los músicos más jóvenes conseguían encajar al regreso del intelectual gallego. Pese a ello, fue con Serenata para cuerdas, la partitura de Bal que antes cayó en manos del director madrileño, cuando se enfrentó de verdad a la voz de la “Generación Rota”.

Con la Orquesta de Córdoba siguiendo su batuta, Temes logró materializar la obra sinfónica de Bal. Los acordes neoclásicos del músico de la Generación del 27, que no habían salido del papel, se moldearon en alta definición. Un empeño del ingeniero Javier Monteverde, que quiso fracturar las barreras de la capacidad auditiva. Su música para orquesta, una hora y media, se grabó en el Gran Teatro de la ciudad sureña. Incluso con su versión del Concierto de Brandemburgo nº6, de Bach. Meramente “documental”. Ahora, todo eso cabe en un CD, y, en Galicia, algunos conservatorios y bibliotecas ya lo exhiben en sus estantes. José Luis Temes concibe este disco como la obra inédita de algún clásico de la literatura. “¿Qué pasaría si a estas alturas solo hubiese dos libros publicados de Lope de Vega?”.

No obstante, la música de Bal es tan desconocida como famosa se hizo su vida en el centenario de su nacimiento, el 23 de junio de 2005. El profesor gallego Joám Trillo recopiló y digitalizó los pentagramas mustios que el catedrático de historia de la música Carlos Villanueva le trajo de Méjico, escondrijo de Jesús Bal y Gay durante la dictadura. Pero la verdadera revisión llegó garabateando, ya sobre los atriles, las ligaduras o sforzandos que iba reclamando la propia música al ser interpretada. Prácticamente, nueve años bastaron al compositor gallego para contar lo que quería, “y no volvió sobre ello”, zanja Temes.

Manuel de Falla era amigo e inspiración. Pero el Falla de El retablo de Maese Pedro, el que componía en el exilio. Afrancesado y cosmopolita. Jesús Bal y Gay formulaba sus piezas codo a codo con su vida. El músico andaluz no solo influyó en sus composiciones, que no eran el único interés del gallego, también fue protagonista de sus ensayos en libros y revistas, además de maestro de la que sería su mujer, Rosa Rosita García Ascot. Prueba de ello es que no quiso marcharse de lector de español a Cambridge sin antes despedirse de Falla.

Todavía resistían los vivas a la República, cuando fue invitado a embarcarse hacia Méjico. Rosita García Ascot estaba trabajando en París con Nadia Boulanger y tardó en reunirse con él. Una vez allí, hizo buenas migas con el compositor ruso Igor Stravinsky, poco amigo de leer partituras ajenas, aunque con Bal hizo una excepción. Se formó una colonia en la diáspora a la que el compositor de El pájaro de fuego atendía con mayor esmero que a la España asfixiada por la mano de hierro. Si bien, según el crítico Jordi Gracia, Stravinsky había sido uno de los pocos bastiones extranjeros de la sublevación militar. En 1955, el músico lucense y su mujer abrieron la Galería de Arte Diana, en la que Vera Stravinsky, esposa del músico, expuso algunas de sus obras. Fue durante la década anterior cuando más ideas sobresaltaron la mente de Bal. Arrastró a su música los arrebatos del maestro ruso, más presente en sus piezas que ningún otro autor. “Se nota la influencia en su gusto por los contrapuntos rítmicos y en una cierta manera de escribir”, reflexiona Joám Trillo. A pesar de eso, sus composiciones eran “muy personales”.

Quizás tenga algo que ver su preferencia congénita hacia los autores rusos. El caso es que, desde niño, estuvo rodeado de poetas futuristas o pintores que codiciaban romper la tradición. Poco a poco, logró trazar una genealogía dentro de las ciencias sociales con la que mitigar sus inquietudes. Eso le llevó a participar en el Seminario de Estudos Galegos, incluso cuando se trasladó a Madrid, a la Residencia de Estudiantes, para decidir, más tarde, que la bata y el estetoscopio no eran lo suyo. Lo cambió por el estudio del folclore. La benevolencia de un padre indiano le permitió perseverar y convertirse en parte del Grupo de los Ocho, en el que también estaba su mujer.

No dejó descendientes, solo un patrimonio esparcido y la fascinación por personajes como Pimentel, Manuel Antonio o Castelao con los que llenó páginas en El Pueblo Gallego. De su amistad con el pintor Carlos Maside queda un óleo, ahora expuesto en la carátula de la grabación, junto a su música.

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