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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tiempo brevísimo

En este verano cargado de acontecimientos y temblequeado de incertidumbres, me asalta una vez más la sensación de que el tiempo que nos es concedido es demasiado breve. Que se nos vuela, que se nos escapa. Y así, me debato entre la indolencia vacacional del 'dolce far niente' y el apremio del ‘tempus fugit’…

Es sabido que uno de los primeros y más insignes pensadores que reflexionó sobre la brevedad de la vida, Séneca, lo hizo para explicarle a su cuñado Paulino que, en realidad, no somos pobres “sino pródigos del tiempo”. Que a menos que uno la dilapide en ocio y deleites, naderías y futilidades, la vida da mucho de sí para el que la sepa aprovechar.

Qué sea eso de aprovechar el tiempo depende, por supuesto, del tipo y el nivel de ambición que tenga cada uno. Recuerdo cómo me conmovió leer la semblanza que hizo Jon Juaristi de ese hombre a todas luces excesivo que fue Federico Krutwig: nacido en Getxo en 1921, Krutwig “a los doce años había calculado, con tristeza, que la vida era muy breve para adquirir toda la cultura necesaria y, en consecuencia, se trazó un plan —rigurosamente seguido hasta la guerra— de estudiar durante catorce horas diarias lenguas clásicas, filosofía y física nuclear”.

No menos ambicioso y obsesionado con la brevedad de la vida fue Elias Canetti, quien en 1943, a sus 38 años, escribió en su diario: “No puedo ser modesto; en mí hay demasiado fuego; las viejas soluciones se desmoronan; para las nuevas todavía no se ha hecho nada. Por esto voy a empezar por todas partes al mismo tiempo, como si tuviera cien años por delante. Cuando se hayan acabado los pocos años que realmente me quedan, ¿van a poder hacer algo los otros con estas ideas vagas y en bruto? No me puedo limitar: el limitarse a una sola cosa como si esto lo fuera todo, es algo demasiado despreciable. Necesito una larga historia para las cosas que hay en mí se hagan mías, de mi casa, antes de que pueda mirarlas con justicia. Tienen que casarse en mí y tener hijos y nietos y por ellos voy a probarlas. ¿Cien años? ¡Cien miserables años! ¿Es esto demasiado para una intención seria?”

Pues no, no es demasiado para una intención seria. El propio Séneca les respondería probablemente con una de sus sentencias inmemoriales: “Teméis como mortales todas las cosas, y como inmortales las deseáis”. Pero esa voraz ambición, ¿cuánta gente la tendrá? Lo habitual es pasar/gastar/perder el tiempo como si hubiéramos de vivir siempre, como si fuera un caudal colmado y abundante que puede derrocharse sin preocupaciones. ¿Y qué hay de malo en ello, dirán o diremos muchos? Nada, excepto que es precisamente la conciencia de la finitud, de la limitación, la que hace valiosa y preciosa y dolorosa y graciosa la vida. Y que vislumbrar esa brevedad, ese vértigo, es lo que nos azuza y nos despereza...

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