Dívar en el diván
"Lo público se fusiona de tal modo con lo privado que resulta tarea de chamarilero establecer de manera plausible los límites que podrían diferenciarlos"
Lo ignoro casi todo, y acaso mucho mejor así, sobre ese tal Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo, que no es exactamente lo mismo que presidir una comunidad de vecinos, salvo lo que se sabe acerca de sus reiteradas semanas caribeñas a cuenta del erario público, en las que al parecer reserva hospedaje de lujo para un amigo suyo que ejerce de jefe de seguridad o algo parecido, ya que no se sabe bien de qué refuerzo de seguridad se trata cuando ambos se hacen acompañar de una numerosa escolta, por lo que no se descarta que el jefe de seguridad, de nombre aristocrático, se encargue también de la engorrosa tarea de suministrar a su tropa las dosis necesarias de anticonceptivos bajo la forma de preservativos de diseño. Se sabe también que nuestro anciano personaje es de comunión diaria, católico hasta la médula de la hostia, en una práctica beata acaso algo exagerada, quién sabe si llevada al extremo para purgar de antemano una amplia colección de culpas, y es en sí mismo, según todos los indicios, un ejemplo espectacular de esa dosificación de inconsecuencias, de la que todos somos víctimas, en la que lo público se fusiona de tal modo con lo privado que resulta tarea de chamarilero establecer de manera plausible los límites que podrían diferenciarlos. La cartografía de la conducta se atiene siempre a los dictados de la conducta de la conducta, como bien saben los analistas de las contradicciones del alma, de manera que si nuestro personaje anuncia para hoy una decisión contundente acerca de su apasionante caso, esta es la hora en que no se sabe si se dispone a inmolarse a lo bonzo en la plaza Mayor de Madrid o si su timidez congénita le llevará a solicitar una dimisión con condiciones para salir del paso, un paso, dicho sea de paso, del que no se sale con lo puesto. Rodarán cabezas, por no mencionar partes más sensibles de la anatomía humana.
Por lo demás, es bien sabido que de un ateo se puede esperar cualquier cosa, incluso la tontería de que guise un cristo de imitación en la intimidad de su cocina, y que los agnósticos suelen ser un poco más contenidos, quién sabe si atormentados por sus dudas, mientras que las actitudes más resueltamente contradictorias con la doctrina que los anima suelen ser las de los católicos, al menos de la porción de ellos que ya misados y hostiados proceden como si cumplido el sacrificio todo lo demás les fuera permitido. Y en ese todo figura aquello que su iglesia rechaza de manera contundente sin que siempre se aprecie esa renuncia en la resuelta feracidad de sus conductas. En los sótanos del Vaticano se ocultan testimonios espeluznantes acerca de la extrema dificultad de los clérigos para observar el mandamiento que los acoge, por lo que puede decirse que en el infierno nos encontraremos para seguir con la celebración de esta fiesta demasiado humana.
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