Gorrillas
Todos los alcaldes que conozco desde que tengo uso de razón han prometido erradicar al 'gorrilla'; ninguno ha cumplido su palabra
Se discute si la gran aportación de Sevilla a la cultura universal ha de ser situada en el ámbito de la literatura, de las Bellas Artes, de la gastronomía, de la música. Aquí, en el zaguán de una prisión, garrapateó Cervantes los primeros pliegos de lo que luego sería la novela más celebrada de nuestras letras; aquí don Juan sedujo a monjas y acabó con comendadores a cuchilladas, nutriendo la imaginación de poetas de redingote y del mayor compositor de la historia; aquí tuvieron lugar las visiones de Murillo y Zurbarán, y vírgenes de rostro de nácar fueron retratadas sobre medias lunas y crepúsculos de pastelería. Por no hablar del mudéjar, las papas con choco, las sevillanas, etcétera. Todo ese patrimonio olvida, sin embargo, un componente esencial: uno más a ras de calle, que no patrocina ninguna oficina de turismo pero que sin embargo se ha exportado desde Sevilla con más fuerza y eficacia que ninguna postal.
Hablo del gorrilla, esa especie autóctona, esa salvaguarda de nuestras tradiciones mucho más sólida que el señorito y la tonadillera. El individuo sin oficio ni beneficio que gandulea por las aceras, bebe del gollete de su cerveza, mira, se rasca, sestea bajo los álamos, invierte sus días en la tarea agotadora de no hacer nada y luego reclama una cuota por indicar al primero que llega dónde puede aparcar su coche. Tal ha sido el éxito de esta figura paradigmática que se ha visto catapultada a la conquista de otros lares: el contagio afecta a ciudades como Cádiz o Huelva, donde en principio nadie vegetaba junto a los aparcamientos, y tímidas incursiones han llegado a realizarse (los he visto) hasta en Barcelona y Lisboa. Se entiende que el de los gorrillas es un problema: todos los alcaldes que conozco desde que tengo uso de razón han prometido erradicarlo; ninguno ha cumplido su palabra. Zoido vuelve a hacerlo: pone multas, profetiza el fin; veremos.
Entre ciertos sectores de la población libertarios y simpatizantes con las causas minoritarias, es de recibo minimizar la cuestión del gorrilla y opinar que tampoco es para tanto. Se le da un euro, o dos, o lo que sea, y todos contentos: ¿no se paga también la zona azul? ¿No se ayuda así a unos pobres inmigrantes que no tienen dónde caerse muertos? Además, una de las soluciones que propuso un ayuntamiento anterior fue precisamente la de dar al gorrilla un uniforme y patentar lo que hasta entonces había sido economía sumergida: ¿no indica esto que de algún modo se reconoce su labor como lícita y sólo hay que reglamentar las fórmulas?
A todos estos les responderé del siguiente modo: obviando la pésima imagen que el gorrilla ofrece de nuestra ciudad (un vagabundo que pulula por las zonas turísticas cambiando la mendicidad por el chantaje), obviando las consecuencias que puedan seguirse de no abonar la cuota de turno (pinchazos, rayaduras, cristales rotos), considero que ni el Ayuntamiento ni nadie (y menos un particular) puede obligarme a pagar por estacionar un vehículo en la vía pública. Ya bastante suelto anualmente en forma de impuesto de circulación y otras zarandajas para que, además, se me fuerce a hacer el tonto dos veces por dejar el coche en un sitio que ni siquiera pertenece a la persona que supuestamente va a hacerse cargo de él.
Que no se me malinterprete; no propongo, como ciertos autores de cartas al director en otro tipo de medios, que se los encierre o se los disuada a manguerazos o a base de cachiporras, no son criminales: cada cual se gana la vida como puede, y todas las palomas acuden a la miga de pan. La culpa es del Consistorio, que permite y aprueba: de quien se lava las manos por evitar más engorros. Y por favor, para aquellos amantes del compromiso, basta de la demagogia barata de que ayudar no cuesta nada. Porque esto se parece tanto a la ayuda como un escupitajo a una gota de lluvia.
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