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En Samil con Paz Andrade

Por decirlo con una expresión suya, es necesario un Estado menos “escorialista”

Creo recordar fue el año 1985 cuando visité a Valentín Paz Andrade en Samil. Por entonces había empezado yo a conocer a algunos protagonistas del galleguismo histórico, más allá de la literatura, a la que me había acercado en la adolescencia, y ello por haberse dado la circunstancia de que mi suegro era primo hermano de Ramón Martínez López, aquel culto republicano que acababa de jubilarse de profesor en Austin. Precisamente había de ser Díaz Pardo, amigo de aquél, el que me sugiriese una visita a don Valentín, pues entonces andaba yo afanado en la edición de un número monográfico de Papeles de Economía Española dedicado a nuestro país, cuya portada ilustró Isaac y en el que, por suerte, conseguí participase el autor de Galicia como tarea.

Como si fuese ahora, estoy viendo la entrada a su casa y un hombre extraordinariamente afable, recibiéndome con una atención excepcional, agradable sorpresa, habida cuenta de que un servidor había sufrido entrevistas con personajes de la política y de la empresa que no pasaban, en realidad, de subalternos sujetos de soberbias heredadas. No había mucha luz en el porche y se me antojó que Paz Andrade guardaba un cierto parecido con Hitchcock, que la buena iluminación de la sala de estar desvaneció enseguida. A punto estaba de comprobar su lucidez, adornada de erudición, un pensamiento como el núcleo de un diamante, que así le describió Méndez Ferrín. Ya advertido, mitad lecturas, mitad pesquisas, de que el veterano pontevedrés era un personaje ilustrado, puede que renacentista, abogado, poeta, empresario, político…, me dispuse a exprimir el tiempo de la charla, en realidad fructífero monólogo sobre pesca, industria, economía, con un deje que se me antojó compasivo con la historia y —quizá— también con el futuro, pero con un brillo de esperanza, como en el Canto do pobo disperso, ese poemario que Ramón Villares interpreta como un reflejo de la inserción “positiva e mesmo heróica da epopea da emigración galega no conxunto da histoia da humanidade”.

Es difícil olvidar esta clase de encuentros con los testigos del tiempo auténtico, por más que los hechos estén tamizados por la mirada ideológica, humana al fin, como cuando don Valentín se refería a épocas y personas, menos indulgente con algunos contemporáneos vivos que con la mayor parte de los que ya habían muerto. Y el calor que ponía al hablar de sus criaturas, especialmente —al menos aquella tarde— cuando, cogiéndolo entre sus manos, hojeaba un ejemplar de Industrias pesqueras, la publicación que promovió en los años cuarenta, Quizá entonces, o siempre, pensaba que “la mar no abandona ni a sus vencidos”, como escribió en Galicia, el hombre y el mar, puede que alegoría de su propia vida, con la guerra civil en la memoria.

A la distancia que dan los años, con una perspectiva libre de cualquier prejuicio, aquel encuentro sirvió —me sirvió— para atisbar perfiles sociales y técnicos del país que ni me habían pasado por la cabeza, y que valieron más que algunos cursos completos de la licenciatura. Aquella España obnubilada con su ombligo, ignorando no importa qué interpretación más abierta y periférica del mundo. Por decirlo con una expresión suya, es necesario un Estado menos “escorialista”, que sea capaz de superar las amenazas de naufragio que, antes y ahora, no dejarán de acaecer. Y todo, leyendas románticas, relatos realistas, anécdotas jugosas, salpicadas de un gallego hermoso, mecido con sotaque portugués, rememorando el fracaso histórico de una Galicia que el destino hizo fronteriza.

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