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Los restos de un mundo pretérito

Bruce Springsteen apabulló a la multitud con un concierto vibrante, directo e intenso

Bruce Springsteen, anoche durante su actuación en el estadio olímpico de Barcelona.
Bruce Springsteen, anoche durante su actuación en el estadio olímpico de Barcelona. LLUÍS GENÉ (AFP)

Comenzó tarde, pero como casi todo en Springsteen tuvo explicación: parte del público se agolpaba en las puertas del Estadio Olímpico y no era cuestión de comenzar sin él. Con todos dentro, la música de Donna Summer, fallecida ayer, acogió a la E Street Band en su salida al escenario. Todo el estadio tenía las luces encendidas, tanto como las gargantas de la multitud que acogió al jefe, saliendo entre sus músicos como uno más. Ética proletaria obliga.

Saludó dejándose los riñones en cada palabra, empujándolas como quien tira de una carretilla. Cataluña y Barcelona fueron las destinatarias del agasajo, mientras el público olvidaba la espera y enloquecía entre saltos mientras Badlands abría el concierto tras el preceptivo one, two, three. Todo luz, todo gritos. Escalofríos. Es cierto, no todas las concentraciones de masas intimidan o asustan, algunas provocan una euforia irrefrenable, contagiosa. Badlands, badlands, se desgañitaba Springstreen en el estribillo como si fuese el último, mientras Little Steven le miraba como si fuese Tony Soprano.

We take care of our own fue el segundo tema y las luces del estadio ya se apagaron, dejando al escenario a merced de la austeridad propia de todos los conciertos de Springsteen, casi monacales en aparato. Los puños de la multitud seguían golpeando el aire como castigando a todos aquellos que castigan, y a quien se desearía fuesen víctimas de una bola de derribo, una Wrecking ball que salió a escena en tercer lugar. Springsteen en estado puro. Y solo acababa de comenzar.

“Su mensaje

Iba de negro, a juego con los tiempos y con el color de ese cabello no particularmente de sexagenario que gasta. Muñequeras también negras para enjuagar un sudor que al cuarto tema, No surrender ya hubiese marcado su camisa y chalecos de ser claros. Así, tras la algarabía céltico-rockera de Death to my hometown presentó un My city in ruins soulero donde brilló la sección de metales. En la feliz Out in the street ya corría por escena como quien desearía ser un mozalbete y después descolocaba a la multitud con un inesperado Talk to me.

Más previsible fue el guiño a los indignados, a quienes como en Sevilla dedicó la solemne Jack of all trades, una canción que no suena precisamente eufórica. Acabada la canción quedó en el centro del escenario, componiendo esa imagen totémica del hombre que todo lo desafía con la intachable honestidad de quien se enfrenta al mundo con el sudor y una guitarra.

Pero así es Springsteen y por eso es quien es, su mensaje no tiene segundas lecturas, ni recovecos ni equívocos, se lee tal cual, impasible a la miniaturización digital. Igual que su música, rock directo, apuntalado a guitarrazos, euforizante, vitamínico, machote. Como ese Murder incorporated también inesperado que brotó de esa garganta que parece hecha solo para decir palabras de hombre, arropada por la sección de metal y por un general estruendo de banda a todo trapo que parecía arrinconar el concepto sutileza allí donde se aburren los términos inútiles.

El público apenas

Los aplausos que brotaron después fueron ensordecidos por el riff inicial de Johnny 99, que siguió por las sendas rockeras clásicas por el esfuerzo tan propio de Springsteen, quien cambió el gesto por sonrisa cuando los metales pasaron a ocupar la boca del escenario y las coristas aportaron negritud al asunto. Luego se aparcó el catalán por el internacional are you ready para dar paso a You can look (but you better not touch).

El concierto estaba cerca del ecuador y el público apenas había tenido tiempo para aplaudir, avasallado por una banda que asestó su siguiente bofetada con She's the one.

Sin solución de continuidad, una de las constantes de la noche pareció no dar respiro, sonó Shackled and drawn con ese aire de himno celta útil para tabernas, y apenas apagados sus ecos llegó Waitin' on a sunny day. El estadio volvió a botar al reencontrarse con una pieza dorada cuyo estribillo cantó una niña. Y luego silencio. Por vez primera en las casi dos horas que se llevaban de actuación. Rápida reacción del respetable pidiendo... The river. Sí, sonó y el estadio se meció. Se volvería a sacudir, a reír, a bailar, a protagonizar esa ceremonia que nunca falla gracias a Prove it all night, Hungry hearth, The rising, We are alive y Thunder road, temas que cedieron el testigo a los bises.

Allí himnos del calibre de Born in the USA o Born tu run y Dancing in the dark abrieron paso al final. Se acababa la liturgia, celebración de un siglo que murió enterrado por otro, asesino de esperanzas que ayer reverdecieron por solo tres horas con la música que llegó para cambiar un mundo al que sólo maquilló.

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