Eran regalos envenenados
Con su habitual lentitud y a menudo cachaza, la justicia va citando a los testigos, imputados y procesados por los diversos episodios delictivos que agobian al PP valenciano
Con su habitual lentitud y a menudo cachaza, la justicia va citando a los testigos, imputados y procesados por los diversos y numerosos episodios delictivos que agobian al PP valenciano. Les ha llegado su san Martín, aunque algunos pudieran imaginar que, con tanta demora, las incriminaciones se apolillasen y acabasen prescritas en algún anaquel de la oficina judicial. Abundan los casos. Pero por el momento no ha sido así. Los trincados por la trama Gürtel han comenzado a desfilar ante el juez y todo parece indicar que la pasarela no se interrumpirá. El programa de comparecencias corresponde a la plétora de implicados, por no describirlos como me pide el cuerpo.
Estas líneas no pretenden ser una crónica de tribunales y se limitan a subrayar algunos aspectos más o menos colaterales de estos eventos penales. Uno de ellos, común a quien fuera director de RTVV, Pedro García, y a la consejera de Turismo, Milagros Martínez, consiste en endilgar a sus subordinados las responsabilidades por las adjudicaciones amañadas. Un recurso pueril y dudosamente exculpatorio, pero que, en cambio, delata la catadura de los citados empapelados. Con esta fibra moral, ¿cómo demonios asumieron tales cargos? Claro que, sin tal fibra y suprema audacia, cuesta comprender que el citado individuo haya calificado de “modestos regalos entre amigos”, regalos envenenados, a la postre, las opulentas comisiones que percibió por la sonorización de la visita del papa a Valencia. En cuanto a la dama, los ostentosos obsequios recibidos empalidecen ante el oprobio que significó para la institución su presidencia de la Cortes. Pero eso no fue delito, sino mucho peor: un horror.
Los honorables señores y señoras del PP y asimilados enredados con el código penal seguirán deponiendo estos días. El saqueo de Emarsa, la financiación irregular del partido, quizá las hazañas impunes —todavía— de Carlos Fabra u otro guinde sonado van a condensar buena parte de la atención de los jueces instructores. Casi habríamos de celebrar que la implacable crisis económica que nos azota haya agotado las vetas del latrocinio y afilado el cabreo del vecindario, pues de otro modo no es temerario pensar se prolongase aún la rebatiña llevada a cabo por el partido con más chorizos por metro cuadrado que nunca nos haya gobernado. Con más chorizos, decimos, y más cómplices, pues la demasía de este saqueo padecido por las arcas públicas y el patrimonio no se comprende sin el silencio, la cobardía o frivolidad de la mayoría electoral que le apoya.
Pero en estos momentos —y a nadie se le oculta a poco que pulse su entorno— está emergiendo una indignación tan vasta como el universo creciente de los damnificados e irredentos. Para estos, la corrupción no es ya un fenómeno ajeno y lejano, propio de políticos desalmados y jueces indulgentes. Para los jóvenes sin expectativas, los parados sin esperanza, los pacientes de una sanidad precaria, los dependientes dejados de la mano del Estado, y etcétera, la corrupción es una agresión personal que tiene rostro y que hay que repeler sin complacencias mediante el único lenguaje que la derecha entiende y teme: la confrontación. Por eso las “mani[festaciones]” y la rabia van a ser un paisaje habitual y bien haría el presidente Alberto Fabra, por lo que le conviene, exhibir un gesto solidario con los damnificados y sentarle la mano a la grey desvergonzada de sus feligreses. Eso si puede, claro, pues son mogollón. Pronto lo veremos.
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