Nadie apaga la llama del jazz
En medio de dos crisis, la discográfica y la de la música en directo, el estilo resiste Se organizan conciertos cada noche y siguen publicándose grabaciones de calidad Los músicos jóvenes encuentran un trampolín en la noche mientras los asentados sufren
Los contrabajistas puede que no suelan salir en la foto, pero no dejan de ser los que marcan el paso. Por eso, por mucho que le pese a los solistas, esta es una historia sobre todo de bajistas. Ander García es un joven de Bilbao que en los clubes de Madrid intenta abrirse paso. Miguel Ángel Chastang es “un músico impresionante”, según Ander, y un profesional con 35 años de carrera. Y Javier Colina, el mito de las cuatro cuerdas en España, un innovador y uno de los valores internacionales del jazz patrio. Para cada uno de ellos Madrid es una ciudad distinta, que va de lo excitante a lo decadente.
La visión tan diferente que tienen estos músicos de los escenarios de la ciudad ilustra hasta qué punto es difícil emitir un diagnóstico sobre el jazz en la ciudad. Si le pregunta usted a Pepe Rivero, pianista cubano curtido en España, le dirá: “Vas a Nueva York y la gente te pregunta por lo que pasa en Madrid porque está convirtiéndose en una referencia”. Si le hace la misma pregunta a Gerardo Pérez, uno de los propietarios del Café Central, clásico entre los clásicos, le dirá que hay que estar loco para dedicarse a lo suyo.
El Soul Station es un bar de estética lounge en el que las únicas cervezas son suaves y de importación. Se ha convertido en una de las referencias de la noche gracias a sus jam sessions. Richard, su propietario, cuenta que el secreto es conseguir que una comunidad de músicos crezca bajo su ala. Ander se ocupa de dirigir la sesión del lunes. “Aquí viene gente que cada día trae cosas nuevas: ideas que saca de los clásicos pero también de Radiohead”, explica. “Es increíble que en esta ciudad haya una jam cada noche”.
Música joven
El ambiente en el local es joven. Por un momento comparten escenario un trompeta con rastas y gafas de pasta, un batería con moño y un teclista que se niega a sacar una mano de debajo del teclado. Los músicos prueban variaciones y escalas. La experimentación abarca también lo más superficial, poses forzadas como la de un saxofonista que solea de perfil al público, izando ligeramente un pie en pose de podenco. Pero no se puede negar que las notas fluyen. A medida que transcurre la noche se van olvidando la retórica, y las caras de músicos y público se van desencajando por la tensión. Se viven los momentos que dan sentido a la música improvisada.
De la 'jam' al concierto
- Soul Station. Los lunes, una de las jam session emergentes de Madrid. c/ Cuesta de Santo Domingo, 22.
- Café Berlín. Tras varios cambios de dueño parecía perdido para la causa, pero volvió con fuerza. "Hay he visto las jam más locas", cuenta el batería Georvis Pico. Jacometrezo, 4.
- BarCo. Sus jam tienen días. Sobre todo porque los músicos tienden a perderse en solos eternos. Al mismo tiempo es muy activa. Los estudiantes de la Creativa la toman a menudo. Barco, 34.
- Café Populart. La programación a veces es muy discutible, pero es muy apreciado por los fans del latin. Huertas, 22.
- Clamores. Una clásica que cada vez da menos jazz y más otros estilos, aunque aún ofrece sorpresas. Alburquerque, 14.
- Bogui Jazz. El mejor sonido, programación muy sólida. Probablemente, el referente actual. Barquillo, 29.
- Café Central. No vive solo del nombre. Sus programadores aseguran siempre grupos solventes y mimo en la elección. Plaza del Ángel, 10.
“Hay muchas jams de las que están saliendo cosas”, cuenta Georvis Pico, batería cubano que el día de la huelga general presentó disco en la sala Bogui. “Se están haciendo cosas potentes de jazz moderno, aunque haya músicos tradicionales que no lo crean”. Pico forma junto con su compadre Pepe Rivero parte del regimiento de instrumentistas cubanos en Madrid. Llegaron hace 14 años y han visto una gran evolución en la escena. “Esto ha crecido muchísimo con los que han llegado, de Argentina, Puerto Rico…”, cuenta Rivero. “Y los españoles también han dado un salto, han salido al extranjero y son mucho más sólidos”. La crisis económica es una losa a las espaldas del sector, y tocar en clubes que paguen bien resulta imposible, pero los dos aseguran que ha cimentado un circuito que va acumulando fieles y en torno al que Rivero ha montado un festival en los teatros del Canal, el Clazz Latin, que este junio tendrá su segunda edición. “Cosas salen, pero hay que moverse mucho, mucho”, dice Rivero.
Moverse no solo implica buscar conciertos. Rivero, por ejemplo, es profesor en la Escuela de Música Creativa, con sede en Malasaña. La Creativa no es exclusivamente un centro de jazz, sino que el estilo sirve de esqueleto a la enseñanza de música moderna. Tom Hornsby, su director pedagógico, asegura que ve Madrid más vivo que nunca, pero sabe que una cosa es la escuela y los jóvenes que tocan gratis en jams, y otra el mundo profesional. “Lo que notamos es que los profesores, que son músicos en activo, nos están pidiendo más horas de clase para cuadrar el mes”. En opinión de este saxofonista inglés, hay que ser consciente del lugar de donde venimos —un país sin cultura del jazz— para apreciar dónde estamos. No es un secreto que la educación musical española está a años luz de la europea o estadounidense, y la música menos comercial es un proscrito en los medios de comunicación.
Joaquín Chacón, guitarrista y otro de los profesores del centro, coincide en que para los más curtidos la noche es una ruina: “Hasta la crisis, tocar solo por la recaudación de la puerta era impensable cuando tenías cierto nivel; ahora es ley. Los jóvenes son los que mantienen la música en directo, y los veteranos la practicamos cada vez menos”. Para Chacón, el bache es, en parte, culpa suya: “Somos un gremio individualista. Hay tendencia a quejarse en lugar de buscar soluciones colectivas. Y visto que la política cultural ha sido nula, ahora sufrimos”.
Pegada a su época
Coincide en esa visión Miguel Ángel Chastang. Y eso que él no se puede quejar. Estudió en Nueva York con Ron Carter y trabaja a menudo con músicos estadounidenses. Ahora saca el cuarto volumen de su From Harlem to Madrid, una colección de colaboraciones entre los dos continentes. Y a pesar de todo, está convencido de que el jazz en Madrid no fluye. “Está en su peor momento, y no solo económicamente. Falta agresividad, presencia”. Sentado en el Café Comercial explica cómo el estilo siempre ha estado ligado a la sociedad. Por eso, en los años de la lucha contra la segregación racial en EE UU se convirtió en un rugido rabioso mientras que en los de la burbuja especulativa ha funcionado como una alfombra para señoras con abrigos de visón a la puerta de conciertos de Wynton Marsalis.
Hay más. En su opinión, España cada vez es un país menos nocturno y la música no seduce al público joven. Todo ha perdido frescura: la enseñanza musical, los clubes y los festivales. Solo tienen mejor salud las leyes contra el ruido. “Cuando empecé había un club en la ciudad: el Whisky Jazz”, cuenta. “Ahora es cierto que hay mejores músicos y un sector que, precariamente, sobrevive, pero hemos empezado la casa por el tejado”. Cree que los músicos tienen miedo a arriesgar con apuestas exigentes y de calidad. “En ese sentido la sociedad del confort perjudica al arte. Vivimos un exceso de información pero falta pasión”.
En la conversación sale uno de los temas que más preocupa a los músicos veteranos hoy: la amenaza que se cierne sobre el Café Central, que dentro de dos años se enfrentará a una subida de alquiler que puede poner fin a sus 30 años de historia. “Da vértigo pensarlo”, admite Chastang. “Abrirán nuevos sitios, con nuevos programadores, pero a los de siempre se nos cierra una puerta”.
Gerardo Pérez, uno de los dueños del Central, no tiene muchas ganas de hablar del cierre. Se le nota de un humor complicado acodado en la barra de su club. Esta semana tenía programados a Albert Sanz, Javier Colina y Al Foster. Sanz es un pianista emergente, sobre Colina ya hemos dicho bastante, y Foster fue el batería favorito de Miles Davis, una leyenda de las que se cuenta que todavía hoy se guardan en el calcetín los billetes que cobran. A pesar del cartel, el martes Gerardo tenía el local más vacío que lleno. “Nunca se sabe”, suspiraba sin apartar los ojos del escenario.
El Central tiene una barra de mármol y mesas de café. Es un lugar muy apreciado porque programa una banda durante toda la semana, lo que da oportunidad de que se asienten los proyectos. “Este sitio es un milagro”, asegurará más tarde Colina Colina con una copa en la mano. “Y mira que Madrid es aburrido. Esto está muy aburrido”. Su opinión hay que ponerla en contexto: Colina es un gran aficionado a los folclores de todo el mundo, un adicto a la energía de la música callejera, algo que no encuentra en la capital.
“El jazz solo funciona si hay grupos estables y un circuito para que se muevan. Si no, no ensayas, no progresas”, masculla Pérez, otra explicación a sus apuros. “Y eso se nota: si la gente vienen y no le gusta, no vuelve”. Habla entre dientes para no molestar a los clientes. Colina está en medio de un solo de notas redondas y muy lentas. El silencio es sepulcral. En el momento de mayor intensidad se escucha una carcajada de felicidad. Es Foster, que mira con aprobación al contrabajista. Sacude la cabeza y sigue tocando.
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