Luz en las ruinas del monasterio de Abeleda
Los vecinos se unen para pedir la restauración del edificio románico
Un hombre de unos 40 años posa ante la cámara fotográfica con su hijo en brazos, al que mira de reojo. Detrás, la pila baustismal de talla románica en la que, según la creencia cristiana, se borró su pecado original. Obviando la ropa, podría ser un retrato costumbrista de la Galicia de principios del siglo XX, pero no. La imagen fue tomada hace unas pocas semanas con la intención de reivindicar la rehabilitación del lugar que acogió originalmente y durante ocho siglos la pila: el monasterio de San Paio de Abeleda. El complejo monacal y su iglesia, ubicados en una aldea de Castro Caldelas de Ourense, en la Ribeira Sacra, se encuentran en estado ruinoso, a la espera de un proyecto de restauración que quedó estancado por la crisis.
La foto tiene 15 gemelas, con otros tantos vecinos de la parroquia de San Paio que en su día recibieron el bautismo en la iglesia de este monasterio románico del siglo XII. Formarán parte de una exposición al aire libre en la misma parroquia con la que se pretende dar un “toque de atención, pero en positivo” sobre la necesidad de recuperar el único de los grandes edificios históricos de la Ribeira Sacra que permanece abandonado. La iniciativa parte de la asociación en defensa del románico O Sorriso de Daniel y cuenta con el apoyo de las dos entidades vecinales del lugar, la asociación de Cocas e Danzantes de Santa Tegra y la agrupación vecinal de San Paio de Abeleda. Todavía no se ha fijado la fecha de la muestra, que será complementada con textos sobre el monasterio, pero se abrirá junio y permanecerá accesible al público durante el verano para llegar al mayor número de espectadores posible.
Procesos fracasados
El estado actual de San Paio de Abeleda —techos caídos, vegetación ingente devorando sus interiores, vanos tapiados con cemento— es fruto de complicados avatares que comenzaron con las desamortizaciones del siglo XIX. En 2008, el Obispado de Ourense, propietario del edificio, se lo cedió en concesión por 75 años a la empresa Gestab S.L., que tenía un ambicioso proyecto para rehabilitarlo y convertirlo en hotel y centro de ventas de productos agrícolas locales. Sin embargo, la crisis hizo encallar la iniciativa. El verano pasado el responsable de la promotora, José Luis Táboas, confiaba en que a lo largo de este 2012 pudiesen comenzar los trabajos. No obstante, a día de hoy, fuentes de la compañía señalan que no hay novedades, y no precisan si las previsiones se mantienen o si se han aplazado.
La asociación de Cocas e Danzantes de Santa Tegra saluda y apoya la idea de la exposición, aunque se muestra escéptica sobre su efectividad, después de ver como los sucesivos proyectos de recuperación fracasaban. Apunta que el cambio de gobierno en 2009 y la falta de subvenciones pudo influir en que las obras no acaben de arrancar. Por su parte, Carme Varela, de O Sorriso de Daniel, resalta que “no se haya perdido el sentimiento de parroquia”, ni los vínculos con el monasterio.
El mayor de los fotografiados sobrepasa los 80 años; el más joven cuenta unos 40, fue el antepenúltimo en bautizarse allí, antes de que en la primavera de 1972 el edificio echase el cierre ante la despoblación de la zona. Muchos de los que aparecen anotados en los registros eclesiales, que el cura de la parroquia facilitó, no pudieron ser localizados porque están emigrados en Latinoamérica o Miami, todo un síntoma de la situación de la Galicia interior. A lo largo de la década de los 70, el templo sufrió varios saqueos, en los que se perdieron retablos y varias imágenes. La pila bautismal llevaba camino de correr la misma suerte, pero los vecinos detectaron a los ladrones justo cuando intentaban robarla.
Para conservarla decidieron trasladarla a la pequeña capilla de Soutelo situada a un kilómetro de distancia, que es donde la fotógrafa Soledad Felloza ha retratado a los vecinos. La pila adquiere un doble valor simbólico; como bisagra entre el pasado vivo del edificio, su ruinoso presente y la esperanza de la restauración, y como memoria de los habitantes del lugar. Felloza explica que buscó una imágenes sin artificios ni dramatismos, que expresasen la voluntad de los protagonistas de “no esconder nada”, de mostrarse en este acto reivindicativo, algo a lo que los gallegos, reflexiona, suelen ser esquivos. Porque, aunque son conscientes de que la recuperación no está en sus manos, dan la cara para reclamarla.
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