Tenemos un problema
Por más errores que acumule Felip Puig, la incompetencia que alcanzaron Joan Saura y Joan Boada es insuperable
A mediados de la década de 1970, siendo presidente de la República Francesa Valéry Giscard d’Estaing y primer ministro Jacques Chirac, el ministro del Interior de aquel país era Michel Poniatowski, popularmente conocido como Ponià. Objeto de severas críticas por parte de la oposición a raíz de una sangrienta crisis provocada por separatistas corsos armados, el viñetista de un diario de París resumió los reproches de los que el ministro era objeto con una frase que, además, rimaba: “Tout ça, c’est la faute à Ponià” (todo esto es culpa de Poniá).
Esta vez no hay eslogan ni rima pero, desde hace meses, un coro más o menos bien afinado de voces de partido, asociativas y mediáticas sostiene la tesis de que todos los episodios de desorden, ocupación ilegal del espacio público y violencia callejera con pretextos sociopolíticos que vienen produciéndose en Cataluña son culpa del consejero de Interior de la Generalitat, Felip Puig.
Criticar a la policía y a sus responsables políticos es un ejercicio común y hasta saludable en los regímenes democráticos. Cuando, en agosto de 2011, poner fin a la oleada de incendios, saqueos y agresiones personales que recorrió muchas zonas urbanas de Inglaterra costó casi 2.000 detenidos y tan numerosas como duras condenas de prisión, no faltaron allí las voces académicas y sociales comprensivas con los violentos y discrepantes ante el rigor policial. Incluso en Francia, a raíz de los recientes crímenes de Toulouse, hubo quien calificó al asesino yihadista de “víctima de una infancia infeliz”, o quien insinuó que la policía lo había liquidado a propósito. Pero, en ambos países y en los demás de nuestro entorno si se da el caso, todas las fuerzas políticas responsables y el mainstream de la opinión pública y publicada han defendido el monopolio de la violencia por parte de los cuerpos policiales, y la aplicación implacable de las leyes, más severas que las nuestras en la mayoría de los casos.
Aquí, no. Aquí, si unos miles de manifestantes asedian el Parlamento y una porción violenta de ellos agrede a los diputados, la culpa no es de los agresores, sino de un dispositivo policial “insuficiente y desastroso”, según lo calificó el nunca bien ponderado Joan Boada. ¡Ah!, pero mientras que en la Ciutadella los Mossos pecaron por defecto, en la plaza de Catalunya lo habían hecho por exceso: demasiada exhibición de fuerza, demasiada contundencia para una “sencilla” —según los estrategas de café— operación de limpieza. En fin, la responsabilidad de que, el pasado 29 de marzo, la huelga general diese lugar a graves desórdenes callejeros no fue de esos cientos de individuos embozados, practicantes de la guerrilla urbana, sino de la provocación de Puig, el cual calentó la huelga haciendo detener a unos inocentes piqueteros que, de buena mañana, estaban cortando la Diagonal con neumáticos en llamas y llevaban botellas inflamables en las mochilas, los angelitos. Aquí lo violento —afirman presuntos representantes vecinales— es que haya recortes sociales y desahucios; quemar bienes públicos y privados por valor de cientos de miles de euros, eso es resistencia pacífica… Sí, mismamente a lo Gandhi.
Así, pues, tenemos un problema; pero me niego a creer que sea el de una sociedad favorable, en nombre de no se sabe qué democracia real, al vandalismo y a la destrucción de oficinas bancarias o de cafés de franquicia americana. El problema reside más bien en el amargo rencor del partido que ocupó la consejería de Interior entre 2006 y 2010 contra el titular del cargo a partir de entonces. Por eso aquella sigla ha movilizado todos sus efectivos (desde la sección de jubilados hasta el ex fiscal Jiménez Villarejo, que invoca el franquismo con tanta frivolidad; desde los columnistas allegados hasta el asociacionismo afín) en una ofensiva general contra el consejero Puig. Sin embargo, es un esfuerzo estéril: por muchos errores que acumule Felip Puig, el nivel de acomplejamiento, sectarismo e incompetencia que alcanzaron Joan Saura y Joan Boada es, sencillamente, insuperable.
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