¡Maldita daga!
Tenía ante mí el modelo daga de honor de 1936. Un modelo superior a la daga SS convencional
La daga salió de su vaina con un siniestro silbido de serpiente: sss. Irradiaba un aura maligna. Apreté con fuerza la negra empuñadura para controlarla y noté cómo la pequeña águila nazi de plata incrustada en el frío ébano se me quedaba grabada en la palma de la mano. Pensé tontamente en el mayor Toht de la Gestapo y el medallón de Ra. Incliné la hoja bajo la luz. Parecía un rayo de luna helado. Leí la inscripción en letras góticas sobre la superficie brillante: “Meine Ehre Heist Treue” (“mi honor es lealtad”). “El lema de las SS”, susurró frente a mí el dueño del puñal. “Ajá”, dije, girando la hoja: había otra inscripción. “¡La leche!, es una firma: ahí pone ‘Himmler’, a ver si resulta que es su cuchillo...”. Miramos la daga sobrecogidos y luego alrededor, como si fuera a irrumpir un grupo de individuos de negro con muchas calaveras y runas para reclamarnos el picahielos del Reichführer. El camarero nos observó con suspicacia. No todos los días brilla una daga de las SS en las mesas de Can Ravell.
Un buen amigo y conocido editor me había llevado al colmado a comer para mostrame la daga y ver si podía arrojar algo de luz sobre ella. No me la enseñó hasta que estábamos un poco entonados tras bebernos media botella de buen Priorato y entonces extrajo el puñal de un sobre marrón. Me explicó que era una herencia de familia y yo, la verdad, no quise profundizar: rascas en cualquier memoria doméstica y te sale, como en casa, Otto Skorzeny. Examiné la daga, mareado ante la sensación de impuro salvajismo que desprendía. Esos puñales fueron forjados en una hoguera de odio a lo Sauron para distinguir a miembros selectos de la Orden Negra de Himmler, los acólitos favoritos. Se llevaban con el uniforme negro de gala de las Allgemeine SS, y quedabas de susto.
La que tenía ante mí era el modelo daga de honor de 1936. Un modelo superior a la daga SS convencional. La gama alta de las dagas SS por así decirlo, con decoración de hojas de roble en el pomo, las guardas y la vaina, de fino cuero negro. La doble runa destellaba en la empuñadura y en realidad la segunda inscripción, una dedicatoria, rezaba: “In herzlicher Freundschaft, H. Himmler” (“con sincera camaradería”); un sentimental, como se ve, el Reichführer. Mi amigo estaba desolado. “Dios mío, ¿y qué hago yo con eso? Quién sabe, quizá ha matado a algún judío o incluso a algún editor”. Daba mal rollo, sí, pero a la vez no podíamos dejar de sentirmos fascinados por la daga. De hecho, él ni siquiera pudo dejar de acabarse los canelones. Aunque casi se atraganta cuando le dije que por una de esas dagas excepcionales, por las que se pirran los coleccionistas, te pueden dar más de 6.000 euros.
El mercado de objetos nazis está en auge. Lo recalcaba recientemente un artículo en Der Spiegel. Ya no son solo los coleccionistas, sino que los inversores han encontrado en ellos un sólido valor de refugio para su dinero en estos tiempos atribulados. La demanda provoca el saqueo de tumbas de la II Guerra Mundial: en el Cáucaso más del 70% de las 150.000 sepulturas de soldados alemanes han sido abiertas para robar armas, equipo y condecoraciones, especialmente cruces de hierro. En ese tráfico la mafia rusa se pone las botas, y nunca mejor dicho. Las reliquias del III Reich se aprecian hasta un 20% anual y en ese mercado los puñales son la estrella. Es mejor invertir en dagas de las SS, si puedes ignorar su mal karma, que en bonos del Tesoro; curioso mundo... Claro que hay que saber, porque es un sector proceloso y las falsificaciones abundan que ni te digo. Y vete tú a reclamar porque te han dado gato por liebre en una insignia divisional del Leibstandarte.
Las dagas nazis siempre han sido muy buscadas. La más famosa de ellas, la daga de Reichsmarschall de Hermann Goering, descrita como “la Mona Lisa de las dagas” (!), la escamoteó al acabar la II Guerra Mundial un teniente estadounidense que la destrozó para vender los diamantes que llevaba incrustados. No es que Goering no se lo mereciera, que le quitaran la daga, ¡quia!, pero romperla así... Se calcula que hoy valdría cerca de un millón de euros. Al gordo mariscal le arrebataron muchas otras cosas que allí adonde iba a ir no necesitaría: sus medallas, sus dos bastones de mando, el puñal de caza repujado, la espada de boda y la insignia de piloto en oro de 14 quilates y adornada con 170 diamantes, una bagatela, vamos. En todas esas cosas sueñan los coleccionistas y de ellas hablábamos el editor y yo hasta que, finiquitados la comida y los licores, le propuse asegurar el tiro con la daga mostrándosela al propietario de la cercana tienda Militaria, que en objetos del ramo es un lince.
En el establecimiento nos entretuvimos probándonos cascos hasta que mi amigo le enseñó con mucha ceremonia y secretismo de drug dealer la daga a Xavier Andreu. Este no se lo pensó dos veces: “Una copia. La reprodución hecha por la empresa Marto de Toledo en los setenta; 200 euros”. Nos quedamos de una pieza. No es que pensaramos que fuera la Lanza del Destino, pero un remedo toledano... ¡Vaya chasco!
Salimos cabizbajos, con la daga enfundada. Pero mi compañero se animó. “¿Sabes qué te digo?, ¡mejor!: se me hacía muy pesado llevarla”. Asentí. Bajo el sol de una tarde de primavera ya no portábamos un negro instrumento del espanto, sino un útil de teatro. “¡Maldita daga!”, soltó el editor con una risotada. Y nos fuimos a celebrarlo.
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