Bajar, y no subir
En urbanismo, y en general en la vida, lo poco —la modestia— gana a lo mucho, y no digamos a lo demasiado
Si hubiera nacido en el barrio, estaría vestido para la ocasión, no se negaría a hablar con los vecinos. Tal como está, es un forastero. Hablo del edificio de la Filmoteca. Lo descubrí desde Sant Pau, que es el camino natural hacia la plaza de Salvador Seguí, que en tiempos había sido el agujero negro del Raval de los paquis. Una plaza improvisada, siempre llena de cosas —colchones, basura, ruinas— y grupos de gente mirando hacia la nada o hacia otra gente. Esa plaza generaba inquietud. Keith Haring pintó en un murete su infinito gusano contra el sida que ahora guarda el Macba. Todo estaba a medio hacer y a medio deshacer. Mírenla ahora: tan vacía que parece que objetos y personas se hubieran retirado de prisa para hacer sitio a ese volumen agresivo que por fuerza tiene que haber caído del cielo, porque si está puesto así voluntariamente es que alguien tiene que hacerse mirar la prepotencia.
La nueva arquitectura se centra en la función, avergonzada de haber dedicado tanto esfuerzo a la estética rimbombante. Función y austeridad, para coincidir con la época. El edificio de la Filmoteca, firmado por Josep Lluís Mateo, está pelado como una rata y es de ese mismo color gris cemento, que siempre es un color impertinente, porque no es humano, es de polígono industrial. Peor: el extremo que roza Sant Pau extiende tanto el voladizo que ocupa todo lo que permite el reglamento, pero llega casi a obturar los balcones del otro lado. Es una agresión innecesaria, porque el edificio tiene metros para desahogarse por todas partes, excepto por esa, que además es la única fachada decorada, lo que la hace más oscura, más sólida, más impermeable. Resumiendo: los dos elementos notorios del edificio, que son el no acabado de cemento y el hecho de que el pavimento exterior se prolongue en el interior como si la plaza llegara puertas adentro hasta la misma taquilla ya los teníamos en el Auditori, no hacía falta repetir. Es que es tan gris...
Alrededor del monstruo, la plaza de Salvador Seguí no sabe qué hacer. Lejos, en lo que era la acera, hay unas terracitas; los árboles acaban de llegar. Y, sin embargo, la gente se la hará suya, porque las plazas están para eso y porque alrededor están los edificios de siempre, con algunas aportaciones simpáticas, como los pisos con estucados color vino, o café con leche el otro, que hicieron tres cooperativas gracias a una de esas extrañas permutas que abrieron espacios en Ciutat Vella cuando la reforma olímpica. Precisamente uno de los mantras de esa reforma fue llevar equipamientos culturales al Raval; el otro, adecentar el espacio público. Había la intención de abrir el barrio, de inyectarle vida, de arrancarlo de la previsible marginalidad que le daba una conjunción de decadencia, inmigración —ya entonces— y miseria. La reforma está todavía en marcha, luchando contra los elementos, y por eso la Filmoteca está donde está, y no sola, porque si alguien se entretiene en leer las etiquetas de los edificios verá que en la zona hay instituciones, diarios, música, ayuda social, es decir, cantidad de estímulos. Hasta que los pasos topan con el polideportivo, un bloque soviético, puesto allá también en los noventa y todavía sin integrarse, porque nadie se acostumbra a la fealdad —en este caso, blanca— por más años que pasen.
No demasiado lejos, la plaza del Pedró está a punto de estrenar su nueva piel, un retoque inteligente, de aquellos que quitan lo que estorba para subrayar lo que funciona. Esta plaza, que más que nada es un camino, está hecha para el barrio; la Filmoteca, para toda la ciudad. ¿Es este el problema? ¿En quién piensa el arquitecto, a quién quiere servir, a quién impresionar? Si pudiéramos contestar a esta pregunta, a lo mejor entenderíamos por qué las escaleras mecánicas de la Filmoteca sirven para bajar a las salas de proyecciones, pero no para subir. Para subir, el ascensor. ¡Eso sí que es atender a la función! El equilibrio entre la ciudad y el barrio siempre es sutil, pero hay una jerarquía de utilidad entre la lisura de la plaza del Pedró y la contundencia inútil de la Filmoteca. En urbanismo, y en general en la vida, lo poco —la modestia— gana a lo mucho, no digamos a lo demasiado.
Patricia Gabancho es periodista y escritora.
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