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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Historia de dos amigos

"A los corresponsales de guerra en la Facultad les enseñan a distinguir una crónica de un reportaje, no a diferenciar una ametralladora ligera de una ametralladora de tanque"

El periodismo está contra las cuerdas. A primera vista no se entiende muy bien, porque nunca ha habido tantas noticias. Pero los chicos de la prensa llevan las de perder. Unos porque les cortan la luz, otros, porque les cortan las alas. Hace unas semanas un obús degolló a esa reportera rubia con un ojo azul y otro pirata, Marie Colvin, en la habitación del hotel donde se alojaba la prensa. Estaba buscando a tientas sus zapatos y no le dio tiempo a encontrarlos.

En las guerras también hay otros muertos que no son periodistas. En Homs cualquier chiquillo de siete años aprende a diferenciar el sonido de un obús del estruendo de un mortero antes de saberse la tabla del multiplicar. A los corresponsales de guerra en la Facultad les enseñan a distinguir una crónica de un reportaje, no a diferenciar una ametralladora ligera de una ametralladora de tanque. Eso tienen que descubrirlo sobre el terreno como los chavales del barrio de Bab Amro que no saben multiplicar, pero se las apañan como pueden para llevar la cuenta de sus muertos. Unos 7.500 en lo que va de guerra. Ya sé que el periodista no está allí para morir con las botas puestas, sino para contarlo. Pero una se ha criado en el antiguo Bachillerato con la guerra de las Galias y siente lealtad por el género.

Este mes hemos tenido muchas historias trágicas de periodistas. Esta es sólo una más. Shadid y Hicks, reporteros de The New York Times, eran profesionales con experiencia. El año pasado fueron detenidos en Libia por las tropas de Gadafi y lograron salir por su propio pie. Shadid tenía 43 tacos, varios premios Pulitzer y estaba considerado uno de los mayores expertos en Oriente Próximo. Hicks, más joven, se encargaba de las fotos. Trabajaban juntos. Además eran grandes amigos. Cuando empezó a llover metralla en Siria, se las arreglaron para cruzar la frontera clandestinamente desde Turquía entre una partida de contrabandistas. Lo hicieron a caballo. Shadid era asmático y sufrió una crisis alérgica severa. Hicks decidió sacarlo de allí para buscar auxilio médico. Emprendieron el regreso a Turquía a galope tendido. No imaginaban que el pelo del caballo pudiera ser la causa de la crisis. Shadid empeoró y se quedó en el camino.

Después sonó un teléfono en la redacción del periódico en Nueva York. Era Hicks, que llamaba para informar a los jefes de la muerte de su compañero. Las noticias vuelan vía satélite. La realidad va a otro ritmo. La realidad fueron las horas mucho más lentas que pasó Hicks arrastrando el cuerpo de Shadid por las montañas hasta alcanzar la frontera turca; los 30 minutos que estuvo inclinado sobre el corazón de su amigo, intentando reanimarlo; el tiempo que continuó con el masaje cardíaco, cuando ya sabía que todo esfuerzo era inútil. Ya sé que esta no es la historia que debe ocupar los titulares del periódico, pero precisamente por eso me apetecía escribirla. Se empieza traduciendo Latín a los 13 años y se acaba peor.

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