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CRÍTICA | POP | TINDERSTICKS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La belleza sosegada

El sexteto de Nottingham lleva al teatro Lara su pop preciosista con tintes de otro tiempo

El líder de Tindersticks, Stuart Staples.
El líder de Tindersticks, Stuart Staples.ÁLVARO GARCÍA

Prohibidas las prisas cuando son los chicos de Tindersticks quienes ocupan el escenario. El reverenciado sexteto de Nottingham acumula ya dos décadas de pop preciosista, camerístico y minucioso, pero en realidad siempre ha parecido pertenecer a un tiempo distinto del que iban señalando los almanaques. Si ya en los noventa se inhibió por completo del brit pop, el indie y demás corrientes altisonantes, su anacronía se ha agigantado con el paso del tiempo. Porque, en efecto, el gusto por el detalle, la finura y la belleza sosegada parece una postura estrafalaria en este 2012 de nuestras angustias, calamidades y atropellos.

Seguramente sea la meticulosidad absorbente, esa irrenunciable y vana pugna por ralentizar el segundero, lo que convierta en adorable a la banda de Stuart Staples. El vetusto paraíso de noctívagos en que se ha convertido el teatro Lara registró ayer el primero de los dos llenazos previstos para conocer los ingredientes de The something rain, noveno álbum de nuestros protagonistas y su más evidente regreso a la forma pletórica desde los tiempos de sus fascinantes y no bautizados primeros discos. El concierto fue suculento, pero reposado hasta en los rituales más básicos: con las luces ya apagadas y el público expectante, el grupo no apareció en escena hasta que sonaron el tema central de la serie Firefly y una añeja delicia (May I) de Kevin Ayers.

Harían un buen tándem iconoclasta, bien pensado, Ayers y el bueno de Staples. El hombre que concita todas las miradas comparece con un chaleco marrón nada favorecedor y se acerca al micrófono de perfil, en extraño escorzo, pero conserva aún sus patillas trapezoidales y, sobre todo, esa voz majestuosa en su tristeza. Voz cálida y vulnerable a un tiempo, herida pero orgullosa, tan rica en matices que bien merecería el estudio pormenorizado de algún experto en foniatría.

La velada arranca con tres títulos antiguos —el dolorido Blood, ese acercamiento al soul que fue If you're looking for a way out y el compungido xilófono en Dick's slow song— antes de que el repertorio de estreno se erija en protagonista casi absoluto. En tiempos de vértigo y sinsentidos, lo dicho, nada como prolongar los silencios y aminorar el latido del metrónomo. Y los nueve minutos de Chocolate representan una osadía, casi un manifiesto: hipnótica música ambiental para acompañar el recitado del organista David Boulter, hasta un estallido final de jazz-rock con saxo plañidero.

Show me everything es otro buen ejemplo de lo que se cuece en escena: una pieza circular y aparentemente monótona que gana empaque (y dolor) a cada vuelta. Hasta que desembarcamos en la embaucadora This fire of autumn, extrañamente acelerada, con una línea de bajo sinuosa y los llantos obsesivos de las guitarras. Difícil sustraerse a la sensación de que Bowie mataría por una canción así para abandonar su retiro. Y justo al final llegaría Medicine, el nuevo sencillo. Puro y necesario bálsamo para el alma.

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