Príncipes
También creo que el cambio es deseable, porque lo que no se mueve cría polvo y se anquilosa, pero no cualquier cambio
Por deformación profesional, comenzaré por acordarme de que hace mucho tiempo hubo un griego testarudo que afirmó que el cambio es imposible. Si la nada no existe, no puede suceder que nada surja de ella ni que nada se hunda en su seno: por tanto, lo que es seguirá siendo, conservando su estructura y sus rasgos, sus virtudes y sus manías por los siglos de los siglos, sin límite que ponga fin a la eternidad de su cansancio. Durante décadas que se convertían en siglos, durante milenios que se alargaban en eras, la filosofía acarició esa visión conservadora: por debajo del aparente universo de aspectos y convulsiones, hay algo que no crece ni decrece, algo irrompible y nuclear que prevalece sobre los atentados del mundo son dejarse roer.
Fue la época de los absolutismos: la época en que los cuadros del Rey Sol lucían en las esquinas del palacio de Versalles sin ser mordidos por el moho y en que la gente, después, colocaba sus ahorros a plazo fijo para que las tormentas de la economía no los hicieran zozobrar. En esos tiempos, todavía, el PSOE de Chaves, que también era el de Escuredo y el de Borbolla, soñaba en su casa rosa de cuento con un imperio donde no se ponía el sol y con un futuro inacabable de rosas sostenidas por puños que ninguna eventualidad política lograría aflojar. Pero en fin, mucho ha llovido desde esos días, y si algo enseña la historia es que los griegos no siempre tienen razón y que sí que las cosas cambian.
La casa rosa se fue cubriendo de un sospechoso color pardo, el color de la herrumbre y el deterioro, el virrey Chaves se hizo viejo y abdicó, y otros se vieron obligados a gestionar el país de cuento donde el tiempo se había congelado, como a causa de la aguja de una rueca maldita. Ahora el príncipe está a punto de atravesar las zarzas para besar a la princesa: para devolver las estatuas a la vida y hacer que el letargo toque a su fin.
Luego el cambio es posible, tal y como afirma el eslogan de Arenas. Pero a diferencia del estatismo, que está cerrado, el cambio no es único e insinúa diversas posibilidades: no hay cambio, sino cambios. El príncipe puede besar a la princesa en la mejilla o los labios, puede darle un achuchón o incluso morderla. Al despertar de su hechizo, los súbditos del reino pueden derrumbarse sin más, salir a correr o seguir realizando sus tareas igual que antes del lapso que los redujo a maniquíes. Yo también creo que el cambio es deseable, porque lo que no se mueve cría polvo y se anquilosa, pero no cualquier cambio. Mi esperanza, no siento empacho en confesarlo, es Izquierda Unida: no es que me vuelvan loco los tupés de Valderas ni las barbas homéricas de Sánchez Gordillo, pero si hay que cambiar, y sí que hay, que sea de ese modo.
El cambio puede significar el término de un régimen de compadreos y maniobras bajo cuerda, de una gestión salchichera que el tiempo ha deteriorado sin remedio y que se parece más y más a la administración tramposa de un club deportivo de categoría regional. Cambio, está bien. Pero no cambio bajo la forma de mandar a la basura los logros acumulados durante décadas de esfuerzo, no vale el cambio si vamos al despido libre y al destrozo de la sanidad pública y al aniquilamiento de la educación, por no hablar de otras garantías sociales.
Por tanto, lo único que se me ocurre es un reducto de diputados, dicen que diez a lo sumo, que sirvan un poco para contrapesar las estulticias del pasado y que vigilen para que la princesa no se vuelva a dormir. Lo otro es que el príncipe entre en el palacio con la espada en alto y el caballo encabritado por las espuelas y la emprenda a mandobles con todo lo que encuentre en su camino, sin respetar los tapices, las armaduras ni esos muebles venerables que tanto costó encolar.
No, yo no quiero príncipes azules: los prefiero rojos, rojos del todo.
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