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Estafa bancaria

Son cerca de 100.000 los gallegos que adquirieron participaciones preferentes, un producto financiero comercializado por diversas entidades bancarias, especialmente por las antiguas Caixa Galicia y Caixanova. Se trata de un producto con una rentabilidad anual elevada, pero que no tiene fecha de vencimiento (o, si la tiene, se extiende por encima de los 30 años) y con la peculiaridad añadida de que, transcurridos cinco años, el banco tiene la opción de devolver el dinero, pero sin que el cliente tenga derecho a reclamarlo. Lo único que éste puede hacer es tratar de vender las participaciones en el mercado secundario, si bien con una pérdida considerable.

Aunque algunas asociaciones de usuarios estudian presentar demandas colectivas con el fin de conseguir la nulidad de los contratos, basándose en la ausencia de información, dichas demandas se toparían con el obstáculo de que en el contrato firmado por el cliente (aunque sea en la “letra pequeña”) se incluía toda la información necesaria. Asimismo, hay que tener en cuenta que la comercialización de las participaciones fue aprobada por el Banco de España y que, posteriormente, la CNMV ya advirtió de que “se trata de un instrumento complejo y de riesgo elevado, que puede generar rentabilidad, pero también pérdidas en el capital invertido”.

El perjudicado tendría que demostrar que fue engañado por quien era director de su sucursal

Por tanto, jurídicamente la cuestión debería ser planteada a través de acciones individuales, sobre la base de demostrar que en el caso concreto pudo haber existido un engaño por parte del director de la sucursal a la hora de ofrecer las participaciones, un engaño que en algunos supuestos podría ser incluso constitutivo de un delito de estafa, dado que para el Derecho penal lo decisivo no es el aspecto formal sino el material. En efecto, algunos clientes (con escasos conocimientos bancarios y con un perfil de riesgo muy conservador) han declarado que adquirieron las participaciones ante la insistencia del director de la sucursal en la que habían confiado toda su vida y que éste les había asegurado que estaban contratando un depósito a plazo, del que, consecuentemente, podrían disponer al cumplirse los cinco años. En estos casos podría haber estafa porque, más allá de la forma jurídica (el contrato firmado por el cliente), los agentes económicos infringen el deber de veracidad que les incumbe, al no informar debidamente del elevado riesgo, y las víctimas no tienen aquí el deber de autoprotegerse frente al engaño.

Eso sí, el perjudicado tendría que demostrar que fue efectivamente engañado por quien era director de su sucursal (que a buen seguro ya no ocupa ese puesto en la actualidad) en el momento de contratar el producto, dado que sería este director el autor material del delito. Con todo, no habría que descartar que la responsabilidad pudiera extenderse a los gestores que en las cúpulas de las entidades financieras diseñaron la comercialización de las participaciones. Es cierto que éstos siempre podrían alegar que el producto era legal y que ellos no intervinieron en el concreto engaño urdido por el director de cada sucursal; sin embargo, y dado que para la estafa es suficiente el dolo eventual, no estaría de más investigar si, a la vista de su experiencia en el sector bancario, dichos gestores pudieron contar con que la comercialización masiva que ellos pretendían solo era posible si se ofrecía a víctimas propiciatorias y con la fraudulenta intervención de unos empleados que, por cierto, verían incrementado su salario en función del número de participaciones preferentes colocadas. En caso afirmativo, no habría inconveniente técnico para imputar la estafa (cuando menos en comisión por omisión) a los gestores que, habiendo creado el riesgo de comisión del delito y hallándose en una situación de competencia específica en el control de dicho riesgo, no hubiesen impedido la estafa por parte de sus subordinados.

No obstante, con relación a esto último soy bastante escéptico, sobre todo cuando conductas indiciariamente delictivas de algunos conocidos banqueros (que se permiten dar lecciones de moralidad económica y acusar a los políticos de todos los males) quedan impunes merced a incomprensibles interpretaciones de nuestros tribunales.

Y lo más lamentable es que ya lo denunciaba el gran penalista Jiménez de Asúa nada menos que en el año 1934: “Hace sesenta años, el español de presa, ansioso de despojar a otro de su fortuna o de sus ahorros, se echaba al monte, con clásico sombrero calañés y trabuco naranjero, escapando de sus perseguidores a lomos de la jaca andaluza. Hoy crea sociedades, desfigura balances, simula desembolsos y suscripciones, y, montado en la ignorancia de jueces y magistrados, escapa sobre el cómodo asiento de su automóvil”.

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