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“¡Hágalo usted aunque tenga que matar!”

Un sinfín de anécdotas construyeron la imagen del Fraga enérgico y despótico, con una enorme fortaleza física y un sentido del humor muy particular

Fraga prepara una queimada a Fidel Castro en Láncara (Lugo), lugar de origen de la familia del líder cubano, en 1994.
Fraga prepara una queimada a Fidel Castro en Láncara (Lugo), lugar de origen de la familia del líder cubano, en 1994.XURXO LOBATO

Un día cualquiera, mediados los años noventa, en el aeropuerto de Lavacolla, en Santiago de Compostela. Se abren las puertas automáticas de la sala de llegadas y aparece un hombre que supera con creces los 70 años. Viste abrigo, bufanda y sombrero, y sostiene una pequeña maleta de cuero en su mano derecha. A pesar de caminar con un característico bamboleo, avanza con paso firme y decidido. Cuando minutos después las puertas vuelven a abrirse, los que asoman son un grupo de hombres y mujeres que, a pesar de no aparentar más de treinta y tantos, se arrastran como si sus maletas en lugar de ropa llevasen piedras.

La escena corresponde al regreso de uno de los innumerables viajes que Manuel Fraga Iribarne (Vilalba, 1922-Madrid, 2012) realizó a Sudamérica a lo largo de sus 16 años como presidente de la Xunta. El hombre que siempre presumió de gozar de una vitalidad capaz de “cansar a todos” se había vuelto a salir con la suya. La fatiga era evidente aquel día en los rostros de los jóvenes periodistas que, como quien suscribe, dedicaron parte de sus años de profesión a seguir por el mundo a El León de Vilalba.

Un volcán en constante erupción —Ciclón Fraga, le llamaban algunos— que también se manifestaba en no pocas ocasiones en forma de exabruptos. Cuando algo le molestaba, no dudaba en hacerlo saber enérgicamente, ya fuera su objetivo un periodista o un estrecho colaborador. Y ante la más mínima insistencia zanjaba el asunto con su famoso “y punto”. Lo sabe bien un integrante de su gabinete de prensa al que, cerca de la medianoche, en un hotel de Lisboa, le encargó que al día siguiente le subiese a primerísima hora los diarios españoles. Tras escuchar desde el interior del ascensor las explicaciones del asesor sobre la imposibilidad de cumplir su deseo, y cinco segundos antes de que se cerrasen las puertas, le conminó: “Le he dicho que quiero los periódicos a las seis de la mañana. ¡Como si tiene usted que matar a alguien! Me da igual”.

Tampoco se borra del recuerdo de una periodista el bufido que le lanzó cuando, durante una rueda de prensa, en su primera legislatura como presidente de la Xunta, le preguntó si había planeado una remodelación del Ejecutivo. “Señorita, ¿tiene usted la cabeza para algo más que para peinarse?”, respondió Fraga, que añadió: “Eso es una solemne tontería”. Ni que decir tiene que la remodelación se llevó a efecto a los pocos días. La periodista poseía buena información y había provocado la reacción furiosa del León. Eran los momentos álgidos de un hombre pletórico que, de ser menester, también acudía solícito al rescate de una dama. Como hizo una noche en la recepción de un hotel de Brasil, cuando una joven exuberante, que más que una minifalda vestía una blusa larga y que pisaba sobre altos tacones, tropezó con un escalón y se fue al suelo. Mientras la ayudaba a incorporarse, y con la mejor de sus sonrisas, le dijo: “Mi querida amiga, estoy seguro de que la razón de su caída no ha sido, precisamente, un tropiezo con su falda”.

Con sus zapatones de siete leguas, Fraga recorrió prácticamente todas las aldeas de Galicia, pero su visión de hombre de Estado, que vio frustrado su deseo de llegar a convertirse en presidente del Gobierno, le condujo también por más de medio planeta. De Argentina a Japón; de Australia a los Estados Unidos; de la Cuba de Castro a la embargada Libia de Gadafi y hasta al Irán de los ayatolás. “Estoy dispuesto a viajar al infierno si hace falta”, solía decir para defenderse de las críticas que le llegaban, en ocasiones desde su propio partido. Y, para bien o para mal, allá por donde ha pasado ha dejado huella. A veces, en forma de periódicos totalmente destripados como los que quedaban esparcidos por el suelo de los aviones junto al primer asiento de la primera fila de clase turista, su ubicación habitual en los viajes cortos. Fueron muchas horas de vuelo que también dejaron momentos cómicos. No hay más que preguntarles a los atónitos pasajeros de un avión en el que regresaba de un viaje a Cerdeña. Al poco de despegar, la rotura de una botella de vino que un periodista había guardado en el compartimento de equipajes situado sobre el asiento de Fraga hizo que el líquido se derramase sobre la cabeza y los hombros del entonces presidente gallego. Éste se incorporó y, tras girarse hacia el pasillo, requirió la inmediata presencia de su hombre de prensa al grito de: “¡En este avión llueve vino!”.

De Fraga dijo una vez Felipe González que le cabía el Estado en la cabeza. Y no solo el Estado. Si en algo coincidían defensores y detractores de su siempre polémica figura era en su vasta cultura. Que se lo digan si no a un guía turístico que tuvo que soportar estoicamente su erudición durante un apresurado tour por los principales edificios de la monumental Florencia. Hastiado de que puntualizase cada una de sus explicaciones, no pudo reprimirse: “¡Pero usted no es un político! ¡Es un historiador!”. Además de la lectura, entre sus conocidas aficiones figuraban las partidas de dominó, la caza y la pesca. El Fraga pescador no dejaba pasar una buena jornada de caña y sedal aunque para encontrar el rincón elegido del río, en medio de un oscuro amanecer, hubiese que sacar de la cama a un paisano de la zona que, al ver quién llamaba a su puerta a esas intempestivas horas, tuvo que frotarse varias veces los ojos.

Seguí al presidente Fraga durante siete intensos años. Dejé de hacerlo en agosto de 2003 por recomendación médica, después de que una úlcera sangrante acabase con mis huesos en la cama de un hospital. El mismo hospital, por cierto, que él solía visitar cada Navidad para dejarle regalos a los niños enfermos. En una de esas visitas, le contó al director del centro sanitario el episodio que acababa de vivir con uno de sus nietos: “Me dijo: ‘Abuelo, tú eres tonto’. Y cuando le pregunté que por qué me llamaba tonto, me respondió: ‘Porque no me escuchas”. Recuerdo que en aquel momento pensé que a un hombre acostumbrado a verse constantemente rodeado de aduladores y gente dispuesta a obedecer sus órdenes sin rechistar, solo su nieto podía ser tan osado como para hablarle en esos términos.

Manuel Estévez es periodista de la Radio Galega y siguió siete años a Fraga para Televisión de Galicia

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