Reverendos apócrifos del 'country'
Slim Cessna, un barbudo larguirucho con gafitas de oficinista aplicado, gasta una visera tan negra como el resto de su atuendo. A su lado, Jay Munly, oscuro cowboy de porte escuchimizado, le obsequia con unas extrañas carantoñas. Los dos lucen, desde luego, cinturones de hebilla gigantesca.
Hay más. El hombre de cráneo despejado y diez centímetros de barba ha decorado su guitarra de doble mástil con una holografía que nos muestra unas veces a Jesucristo y otras, a la Virgen María. El contrabajista se las ha de apañar con un instrumento cochambroso, pero presume de un reluciente sombrerito vaquero blanco. Así son las cosas en los conciertos de Slim Cessna's Auto Club, donde todo resulta delirante y heterodoxo desde el momento mismo en que, literalmente, se descorre el telón.
Anoche, en la sala Caracol, desplegaron sorna y jarana ante unas 250 personas que contemplaban el escenario divertidas, casi estupefactas. El bullanguero sexteto de Denver nació como otra banda más de música vaquera y hasta llegó a compartir cartel con Johnny Cash, pero ha terminado desarrollando una especie de country-punk bastante descacharrante (al menos en ciertas dosis). Ya al segundo tema, Cessna y Munly se arrodillan el uno frente al otro, elevan los brazos al cielo y se conceden recíprocamente, suponemos, el perdón de unos cuantos pecados. Entre la irreverencia y la vocación cómica, optan a la condición de reverendos apócrifos de las praderas.
Antes actuó John Doe, que demostró ser todo menos un segundón
Porque estos dos pintorescos locuelos no se privan de nada: ensayan coreografías ridículas, se propinan pataditas en el culo, terminan cantando entre el público. El esquelético Munly blande el banjo con la tosquedad de un fiero estibador. Las crónicas que los señalan como el grupo estadounidense con mejor directo se antojan hiperbólicas, pero durante al menos tres cuartos de hora no dejan de inspirar pasmo, ternura, simpatía. No doubt about it, un buen ejemplo de su más reciente disco (Unentitled, 2011), nos sirve como retrato robot: gritona, alborotada, transgresora y, llegado el caso, malrollista. Y Children of the lord parece un gospel compuesto a muy altas horas en algún infecto tugurio escocés. The Pogues habrían sido unos buenos aliados en el estudio de grabación.
Antes de todo esto tuvimos oportunidad de escuchar a John Doe, pero su concierto fue tan pletórico y generoso que no podríamos considerarlo el de un telonero. Ayer se dirimía en la Caracol un programa doble en toda regla, y eso que salimos ganando: el trajeado trovador y actor de Illinois (localícenlo en la película Great balls of fire) es cualquier cosa menos un segundón.
Doe evoca los caminos polvorientos, moteles cochambrosos y demás geografías de la desolación, pero también despotrica contra el consumismo y otras enfermedades modernas (Never enough) o bromea sobre las bondades de la absenta para propiciar conversaciones fluidas. Su country alternativo está coloreado con solos de guitarra nada condescendientes y la segunda voz de una mujer mucho más fiera de lo que sugeriría esa coqueta florecilla roja prendida en la melena. Doe tiene un buen nuevo disco, Keeper, pero, por quedarnos con una exquisitez, remitiremos a la preciosa Darling underdog.
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