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Los chinos, en su salsa

La comunidad asiática es la única de extranjeros que sigue creciendo en Madrid. Tienen su propia red de ocio y sus costumbres, que mantienen con discreción

Un hombre se corta el pelo en una de las muchas peluquerías chinas de Usera.
Un hombre se corta el pelo en una de las muchas peluquerías chinas de Usera.CRISTÓBAL MANUEL

La luz de la bombilla se refleja en las uñas de la profesora. Están pulidas. Brillan. Apoya la del índice en el mapa y dice: "¿Ves?, esto es Zhejian". Es un trocito diminuto pegado al azul clarito del mar. De allí, de ese pedacito de China cerca de Cantón, proviene la inmensa mayoría de los 46.426 chinos que viven en Madrid. Pero el mapa engaña. "Esa región es casi como media península", se ríe la mujer, que da clases de español en una academia. "Es gente humilde que proviene del campo", prosigue en su explicación frente a una especie de mesa camilla. Gente sencilla que vive de manera discreta. A veces, tan discreta que parece que solo se dedicasen a vender cosas diversas en las tiendas de alimentación o de cachivaches.

Pero no es así.

La dependienta de la librería Zhong Hua muestra la palabra "suerte".
La dependienta de la librería Zhong Hua muestra la palabra "suerte".CRISTÓBAL MANUEL

La comunidad china en la región es la única que crece. El resto de extranjeros disminuyen en las estadísticas. Los chinos, no. Ya son más de 25.000 en el barrio de Usera. Y tienen su propio tejido social. Sus costumbres y su ocio. En la calle de Nicolás Sánchez, un estrecho callejón empinado, hay varios bloques en los que sus moradores son solamente chinos. En la planta primera de uno de ellos vive Wei, fotógrafo de bodas. Su hija María, de 10 años, se mueve a su aire por el barrio y va sola a casa a hacer los deberes. Sus padres están trabajando en la tienda. "Si saco un 10, me dan 10 euros, si saco un nueve, nueve euros y si saco un ocho, me dan un pequeño regalo", explica con una verborrea irrefrenable. "¿Y si sacas menos?" "Entonces no me dan nada", dice. Pero saca buenas notas y con ellas se ha comprado un bolsito rosa de las muñecas Monster Highs. María habla español y mandarín. Eso es porque su niñera le hablaba en chino de pequeña. La mayoría de las mujeres que se ven por el barrio paseando carritos de bebé son empleadas. Tienen que ser chinas para hablar a los niños en chino. "Antes aprendías en casa el dialecto de tu zona, el chitanés, y el español en el colegio", dice Wei. Ahora no. Ahora los niños saben mandarín. Todos. Lo que no saben tan bien algunos es español. No es raro ver jóvenes que apenas chapurrean. Pero ninguno tendría el menor problema en leer los periódicos que repasa con sus gafas de vista cansada el padre de Eva. Los editan en Fráncfort y en París. Los compra en la librería Zhong Hua, a la vuelta de la esquina. Allí venden de todo. Novelas de moda en su país de origen, material de papelería, cómics, películas y pornografía de importación.

Las películas les gustan de producción propia. "¡Es que son muy distintas!", exclama Nicol, de 18 años y fan de conectarse a las redes sociales (chinas, claro) para mantenerse en contacto con sus amigos de Zhejian. Llegó a España hace cuatro años. Trabaja en una tienda de ropa y se ha ido a vivir a una habitación con una amiga. No es raro que los chicos jóvenes se independicen, pero a los padres no les gusta, claro. "Son muy distintos a mí, no les gusta hacer nada", explica la chica mientras manipula el teléfono y el ordenador al tiempo. A ella le gusta pasar la tarde en el Bubble Tea, una franquicia taiwanesa de moda en ciudades como Nueva York y que ha llegado al Chinatown madrileño de la mano de Siyan, un joven emprendedor y su mujer. También "ir al karaoke de Leganés, que es donde nos juntamos los chinos jóvenes", según Nicol. Todas las semanas hay fiestas con pinchadiscos chinos especiales en distintos locales de la periferia, como Parla o Fuenlabrada.

Los chinos se suelen levantar tarde, cerca de las diez de la mañana. Comen más o menos a la misma hora que los españoles y cenan aún más tarde, sobre las diez y media. Se acuestan al filo de las dos de la mañana. Eso es lo normal. Las comidas son las tradicionales cantonesas, que incluyen berenjenas, anguilas o cangrejos que compran vivos en sus supermercados. "Yo ahora me voy al Alcampo a comprar cosas normales, como cualquiera", dice Eva, que estudia segundo de derecho aunque no sabe si podrá ejercer: "Cuando mi hermano pequeño llegue a la edad de la universidad mis padres solo podrán pagar los estudios de uno y le elegirán a él", dice mientras bromea con su padre.

Los chino-madrileños en cifras

  • La comunidad china es la única de extranjeros que crece en la región. Son 46.426, cuando en 2010 eran 43.923 y en 2009, 37.855.
  • Son la séptima nacionalidad. La primera es la rumana, con 216.845 ciudadanos (un 2,55% menos que hace un año).
  • El 53,17% son hombres y el 46,83%, mujeres; 9.464, menores de 16 años.

Muchas de las comidas las hacen en los comercios. "Los mayores no tenemos ocio. Un poco de bar y trabajar y trabajar", explica Wei. Las tiendas siguen funcionando aunque tengan las persianas echadas. Solo descansan los domingos. Entonces son muy dados a las celebraciones familiares. Generalmente, fuera de casa. Eso, cuando no es fiesta. Porque sus fiestas son largas y llenas de actividades. Entre ellas, sienten debilidad por el día de los enamorados, San Valentín.

Es infrecuente ver personas mayores asiáticas en Madrid. Y mueren pocos. La explicación es muy sencilla. La ejemplifica María: "Mi abuelita se ha ido a China a que le arreglen la salud". Cuando un ciudadano chino tiene un problema de salud regresa. "Es muchísimo más barato y además entiendes bien a los médicos que te atienden. ¡Por eso no hay entierros de chinos en Europa!".

Los chinos siguen comprando viviendas. En la inmobiliaria Bafre trabajan siete comerciales chinos y una española. "Los chinos son muy serios con sus pagos, piden hipotecas muy bajas porque ya tienen ahorrado y además sus familias les siguen avalando", explican en las modernas oficinas, publicitadas con un neón móvil que ilumina la calle de Marcelo Usera.

En la casa del "contable", además de él, viven sus hijos y su mujer. También tiene allí su oficina. Lo avisa una placa en el portal. Él se compró la casa, pero los del tercero, por ejemplo, viven en habitaciones de alquiler. "Pueden vivir uno si le va bien o tres o cuatro por dormitorio y así ahorran compartiendo", simplifica.

Las sonrisas casi perennes son siempre desde el quicio de la puerta. La intimidad es sagrada. "No somos americanos haciéndonos fotos en casa con una barbacoa", ironiza Ye, un joven empresario.

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