Cuestión de músculo
Red Hot Chili Peppers impusieron la fuerza de su rock-funk apelando a la potencia
Era el mismo lugar, pero parecía distinto. Era el mismo Sant Jordi que había coronado la víspera a Rihanna, pero ahora, con los Red Hot Chili Peppers en escena parecía muy diferente. Por ejemplo, si el público de la víspera había aguantado estoicamente media hora de retraso, el de la banda norteamericana ya pitaba cuando aún no eran las 21.30 horas, momento en el que estaba previsto iniciar el concierto. Los rockeros son así de exigentes. Se les notó la filiación, además, porque cuando sonaban los Ramones en el tiempo de espera, la asistencia gritó casi tanto como cuando aparecieron los Red Hot Chili Peppers en escena. Lo hicieron, denotando también principios y ética rockera, con un solo de batería, algo tan fuera de tiempo como los relojes de arena. Pero iba a ser un concierto musculoso, y se notó desde buen principio.
El Sant Jordi lucía poco más o menos como la víspera, pero había algo más de cuero, melenas y gestos de dureza urbana. El escenario era otra de las grandes diferencias con el de la víspera. Nada de superproducción, cacharritos, ni mucho menos bailarines, según parece algo demasiado finolis para el rock. Escenario limpio como una patena luciendo amplificadores en su justa medida. Nada más. Los grupos “auténticos” o aquellos que dan valor al sentido más tópico de este concepto, tienen que parecerse a Fugazi, quienes actuaban en escenarios más que limpios desnudos y sólo bajo luz blanca permanente e invariable en intensidad. Es, al parecer, una forma de centrar el protagonismo en la música, desdeñándose aquellas cuestiones que pueden despistar al público del corazón del espectáculo, las canciones.
Hablando de canciones, los Chili Peppers comenzaron con una de su último disco Monarchy of roses. La barahúnda que brotó del escenario fue de proporciones bíblicas, con el bajo de Flea castigando los graves junto a la batería mientras la guitarra clavaba alfileres en el cuerpo de los temas. Sonido atronador, como la víspera, pero aún más corpóreo, adusto, seco y amojamado. Cuatro instrumentos para un mismo fin: ensordecer al Sant Jordi. A fe que lo lograron. Tras un tímido “hola que tal” de Anthony Kiedis, el vocalista, otro solo de batería reiteró que la cosa iría de rock. Quizás ya se sabía, pero los rockeros son así, aman las certezas. Flea, el bajista que se contorsiona sobre el bajo como si le doliese el estómago, dijo algo que como estaba gritado apenas se entendió, aunque el público lo saludó con algarabía. La segunda pieza ya fue un clásico, Dani California, sonido de rock con bajo pellizcado en plan funky. El sonido continuaba atronador, hasta el extremo que parecía increíble que sólo cuatro músicos organizasen tal escandalera, pero el público lo agradeció haciendo aún más ruido. Comunión perfecta.
Y más declaraciones de principios. Como demostrando que no quieren repetirse y caer en rutinas, el repertorio de la banda sufrió notables cambios con respecto a lo que habían hecho en el concierto anterior de la gira y, por extensión, en su último tramo. Entre reiteradas muestras de júbilo por parte del público, fueron sonando piezas como Tell my baby, Ethiopia, Otherside o Look around. A estas alturas, se pudo comprobar que la desnudez del escenario no perseguía precisamente la austeridad, sino que todo el espectáculo se fiaba a las pantallas. Estas eran de configuración variable, pudiendo montarse con ellas cualquier figura para así lograr una superficie de proyección diferente. Colgadas sobre el escenario eran un espectáculo en sí mismo. Las imágenes que proyectaban eran mayormente las del propio grupo actuando, sin apenas intervención de pregrabados o motivos alegóricos. De nuevo una apuesta por la “autenticidad”.
No le salió mal la apuesta al grupo. Si Red Hot Chili Peppers se han distinguido por la potencia y vitalidad de su propuesta, parecería que avanzados los años quieren demostrar que la musculación de su música en directo permanece incólume. Y ciertamente, al margen de gustos o de consideraciones estéticas, la banda se mostró voraz, dinámica, empujada por una fuerza que pasó por encima de cualquier resistencia. Con ese empuje, el repertorio fue avanzando y el nirvana llegaba con piezas tanto nuevas como clásicas. A tenor de la respuesta popular apenas se podía distinguir entre las recientes adquisiciones y las más antiguas. Sonaron así temas como Hard to concentrate, Right on time”, Adventures of raindance Maggie, Can’t stop y truenos como Under the bridge, aquí sí que hubo decibelios de bienvenida por parte de la asistencia, Californication o By the way.
Ya en los bises, el grupo se reservó piezas como Around the world, Meet me at the corner o la popularísima Give it away, santo y seña de ese sonido rockero con espasmo funky que ha permitido a Red Hot Chili Peppers sobrevivir al menos más de dos décadas. Y visto lo visto ayer por la noche aún podrán aguantar algo más todo y que su sonido ya parezca de otras épocas, especialmente por esa querencia por las jams estridentes destinadas a hacer temblar el píloro de un polideportivo. Pero mientras el grupo, que actúa el sábado en Madrid, siga manteniendo a Popeye en su santoral de directo, sus fieles no les perderán la pista.
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