Las naturalezas muertas de Don McCullin: la quietud después del estruendo
Coincidiendo con el 90º aniversario del fotógrafo británico, una nueva monografía rescata su faceta más introspectiva: bodegones y paisajes inéditos que evocan el ciclo natural de la vida, la fugacidad de la existencia y la belleza que se revela en lo pasajero


Don McCullin (Londres, 1935), tenía cinco años cuando por primera vez llegó al condado de Somerset, al sureste de Inglaterra. Bajó del tren en la estación de Frome, cogido de una mano a su hermana pequeña; en la otra, llevaba una máscara de gas. Habían sido evacuados de Londres huyendo de los bombardeos. Se dirigieron a Norton Saint Philip. Ella fue acogida en una mansión; él, en la casa de unos labradores. Allí pasó dos años, hasta que pudo volver solo a la casa familiar en Finsbury Park, un suburbio de la capital británica. Su hermana permaneció en el campo, adoptada por la familia que la había acogido.










Décadas más tarde, el fotógrafo regresó a Somerset, esta vez cargado con el peso de todo lo que había visto: las guerras, las revoluciones, las hambrunas y los desastres naturales que había documentado con su cámara, dando forma a poderosos testimonios de la dignidad y la humanidad de quienes enfrentan al lado más duro y oscuro de la vida. Resultó gravemente herido en Camboya, fue expulsado de Vietnam, encarcelado en Uganda y perseguido en Líbano. En cada una de sus imágenes se revelaba el rostro de ese lado de la humanidad que la sociedad ignora o prefiere no ver.
Desde finales de la década de los ochenta, aquellos parajes húmedos y melancólicos de su infancia se convirtieron en su hogar y, a la vez, en un lugar de redención, mientras “saltaba por encima de las verjas de las granjas y de los alambres de espino en la aurora y la desolación del invierno, practicando la paciencia en climas hostiles, cuando los árboles desnudos muestran su carácter verdadero”, como escribe el fotógrafo en The Stillness of Life, una monografía que reúne, en su mayoría, paisajes y bodegones inéditos, con los que, en los últimos años, el autor ha buscado diluir —e incluso corregir— la persistente asociación de su obra con la guerra, la muerte y la destrucción, una lectura que él mismo considera errónea.

Resulta evidente que las fotografías de McCullin, realizadas en tiempos de guerra o desastre, trascienden el mero documento histórico; llegan allí donde no alcanzan las palabras, y en su grandiosidad estética encierran una profunda carga emocional. La misma que transmiten sus silenciosos bodegones, donde los bustos romanos aparecen rodeados de plantas que reflejan el implacable paso del invierno; las setas recién recogidas reposan junto al bronce de un caballo; budas y dragones se entrelazan con flores; un pájaro yace muerto sobre la nieve, mientras otro ha quedado encerrado en una cápsula de cristal junto a una fruta madura. Composiciones que se asemejan a altares improvisados, a ofrendas espontáneas que parecen hablar del ciclo natural de la vida, de lo efímero de la existencia, y que, al mismo tiempo celebran la belleza.
“La belleza es una palabra incómoda para mí”, afirma el fotógrafo, en una entrevista por correo electrónico. “Miro los grandes templos y monumentos del mundo y pienso en el dolor y el sufrimiento que hubo detrás de su construcción. Por otro lado, fotografiar cosas bellas es un gran alivio. Es sanador. No tengo que pedirles permiso para encuadrar la toma”.
Inspirados en la tradición de bodegones holandeses del siglo XVII, las naturalezas muertas comenzaron siendo un ejercicio de distracción para su autor, quien, día a día, en el cobertizo del jardín, fue dando forma a unos arreglos cuidadosamente estructurados, utilizando como fondo una pared ennegrecida con hollín, mientras la luz se filtraba por el cristal mugriento de la ventana. Sin embargo, los bodegones de McCullin no deben entenderse como una obra menor ni como una práctica tardía desvinculada de su trayectoria como fotoperiodista. Lo mismo ocurre con los paisajes que se incluyen en la publicación, en cuyas amenazadoras nubes parece condensarse la gran densidad expresiva que define la obra del artista. Reúnen los mismos principios formales, el mismo dramatismo y el mismo rigor técnico que definieron su trabajo en zonas de conflicto.

La calidad de sus copias, con su amplio rango tonal, no es accidental, sino el resultado de décadas de experiencia en el cuarto oscuro, donde el fotógrafo británico ha perfeccionado un lenguaje visual propio. Dice conservar unas 10,000 copias realizadas en el cuarto oscuro de su casa, el cual ahora se plantea cerrar.
La publicación coincide con la celebración del 90º aniversario del fotógrafo y con una exposición en Nueva York, Don McCullin. A Desecrated Serenity, celebrada en la galería Hauser & Wirth, que recorre siete décadas de trayectoria. En ese largo camino, asegura haber operado más como un ser humano que como un fotógrafo detrás de la cámara. Su experiencia se condensa en una invitación a mirar el mundo con claridad —no solo a fotografiarlo— y “a salir del entorno propio: a experimentar otras culturas, a viajar lo más posible y contemplar el arte, que es el lenguaje universal y el mejor medio de comunicación”. A lo que añade: “todo lo que aprendí sobre el mundo lo descubrí observando a los grandes artistas y escuchando música; eso te ayuda a conectar con algo más grande que uno mismo”.
De igual forma, asegura que ninguna de sus fotografías ha conseguido lograr detener la violencia ni aliviar el sufrimiento que retrataban. Ante la pregunta de si volvería a ser fotógrafo, responde: “Diría que sí, en lo que respecta a la fotografía, que ha sido para mí como un salvavidas”. Y añade: “Sin embargo, admiro profundamente a los médicos y a quienes dedican su carrera a los demás; ojalá yo hubiera podido hacer más en el ámbito del conflicto. La fotografía implica tomar algo de las personas, y ahí reside mi propio conflicto con ella”.
'The Stillness of Life’. Don McCullin. GOST Books. 112 páginas. 95 euros.
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