Hamlet, príncipe de Dinamarca (que no de Groenlandia)
Declan Donnellan dirige una versión descarnada y patética de la tragedia, donde la soledad del príncipe se ve acentuada por la ausencia de Horacio
Qué haría Hamlet, o usted mismo, si se le apareciera su padre difunto, en carne y hueso? La reacción más humana sería, probablemente, tocarle, para cerciorarse de que es real, y abrazarle acto seguido, como hace el príncipe danés en este montaje de cámara tan europeo, tan de ahora mismo, dirigido por Declan Donnellan y estrenado anoche en los Teatros del Canal. Hamlet es, por antonomasia, el hijo agraviado, la víctima indirecta de un crimen horrísono cometido por su tío sobre la persona de su padre, rey de Dinamarca. De un día para otro, el joven e idealista heredero a la corona cae en la cuenta de que ese refugio seguro que debiera ser su familia es, en verdad, un nido de víboras. Lo que le mueve no es tanto la sed de venganza como el afán de conocer la verdad y el desasosiego producido por la pérdida de confianza en su entorno. ¿Cómo sentirse seguro si incluso Rosencrantz y Guildenstern, sus camaradas, le traicionan por un puñado de monedas?
En la obra original, la soledad de Hamlet se ve paliada por Horacio, al que Shakespeare caracteriza como un amigo ideal. Pero en la versión sintética de Donnellan y del escenógrafo Nick Ormerod, la soledad del príncipe es absoluta, porque Horacio ha sido descartado. Así, la tragedia se presenta descarnada del todo y su pathos es mayor si cabe. Desde hace dos décadas, el director británico ha ido mostrando su preferencia por los actores del este y del sur europeo: rusos, franceses, rumanos, búlgaros, españoles. Esta es la segunda ocasión en la que dirige al Teatrul National Marin Sorescu de Craiova, ciudad rumana. Es un teatro formidable, edificado en la era socialista: tiene 34 actores en plantilla y 50 obras de producción propia en repertorio, que se van alternando en cartel a diario gracias a que el enorme espacio escénico permite tener cuatro escenografías instaladas a la vez.
Este Hamlet transcurre sobre un pasillo de 22 metros de ancho por siete y medio de fondo, atravesado por una larga pista de esgrima blanca, bordeada por gradas montadas sobre el propio escenario para que el público esté cerquita de los actores: van vestidos de chaqueta y corbata, de modo que la Corte danesa parece la Comisión Europea. Cuando Laertes advierte a Ofelia sobre las intenciones de Hamlet, su actitud hace pensar en el control que los hijos varones ejercen sobre sus hermanas en una parte del Islam, pero también en los abusos que cometen ciertos varones sobre sus parejas occidentales: el desasosiego del príncipe no justifica el maltrato que ejerce sobre Ofelia. Como sucede con los clásicos siempre, este nos habla a día de hoy con palabras de antaño.
Para no deambular constantemente por el longilíneo espacio escénico, los personajes conversan a menudo a 12 metros de distancia, que no son muchos para un escenario separado de la platea, pero que resultan una enormidad cuando los espectadores están sobre la escena, sobre todo para quienes se sientan en las butacas laterales: resultan frías esas pláticas entre interlocutores distantes. Se agradece cuando los actores se tocan. En el quinto acto, con la entrada de los enterradores, el contacto se estrecha, la función se coloca en su sitio y la esgrima final es digna de una película de Errol Flynn. El ritual en el que los muertos sucesivos van acomodándose en torno a la pista, hasta que en ella no queda ningún vivo, resulta estremecedor. El montaje gustó, pero no convenció, a pesar de su rotundo final.
‘Hamlet’. Texto: Shakespeare. Dirección: Declan Donnellan. Teatros del Canal. Madrid. Del 16 al 19 de enero.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.