María Galiana y las cuidadoras terribles
La actriz y Lucía Quintana interpretan un vigoroso mano a mano maternofilial en esta célebre tragicomedia negra de Martin McDonagh, limpiamente dirigida por Juan Echanove
“Los fantasmas no se sabe”, le dice Mafalda a su hermanito, ”pero que las madres existen… ¡existen, Guille, existen!”. Esta viñeta ochentera en la que Quino muestra a su prodigiosa heroína consolando a su hermano pequeño, al que le acaba de caer una bronca materna descomunal por ir arrastrando los picos de una sábana limpia que se ha puesto sobre su cabeza, pudiera haberle servido de consuelo a la infeliz Maureen, coprotagonista de La reina de la belleza de Leenane, la ópera prima con la que Martin McDonagh se consagró internacionalmente, con solo 25 años.
Maureen es víctima de una relación maternofilial de doble vínculo. Viven aisladas en lo alto de un cerro de Leenane, pueblo situado en un bellísimo paraje de la Irlanda noroccidental, en el condado de Galway. En el montaje que dirige Juan Echanove en el Teatro Infanta Isabel, Lucía Quintana, actriz magnética, encarna a esta mujer de 45 años, y María Galiana interpreta a su madre. Da gloria ver a esta actriz de 88 años representar con tanta lucidez su papel principal. Y es admirable la flexibilidad con la que encara la bonita gira que este montaje tiene cerrada. A este respecto, deberían reflexionar muchos directores de escena que acostumbran a adjudicar siempre los papeles de edad avanzada a actores menores de 65.
El caso es que en La reina de belleza…, Mag, la progenitora, se ha acomodado a que su hija le sirva en todo. Le exige las cosas de manera sibilina, utilizando el condicional: “¿Me podrías hacer unas gachas? No me corre prisa… Cuando tú puedas… Más tarde”, le sugiere, para contradecirse enseguida con una frase imperativa: “Dentro de unos minutos”. Las maneras y el tono con el que la madre le habla a Maureen resultan hirientes: es incapaz de sintonizar con ella. Le pide que le prepare el té, pero cuando se lo ha preparado, en vez de agradecérselo, se queja de que no le ha puesto azúcar. A la joven le resulta imposible reaccionar satisfactoriamente, pues haga lo que haga es obsequiada con una reacción desagradable. En esta comedia negra negrísima, McDonagh, burla burlando, ejemplifica cristalinamente la teoría del doble vínculo en las relaciones afectivas intensas, desarrollada por el antropólogo Gregory Bateson en los años cincuenta.
En la relación de doble vínculo la madre (o el padre) dice una cosa de viva voz, pero su actitud le contradice, de modo que el hijo no sabe a qué atenerse: responda como responda, va a recibir un reproche. Es una conducta viciada que, a base de repetirse, bloquea a la víctima. El dicho paterno: “Quien bien te quiere te hará llorar”, resume la situación. Como no hay manera de satisfacer a Mag ni de hacerle ver que le está poniendo en una situación insostenible, Maureen reacciona extemporáneamente, de modo agresivo. Se encuentra en un callejón sin salida.
Ambas mujeres son personajes de carne y hueso, con un pasado bien definido, inhabituales en este tiempo donde el teatro de autor abunda en farsas, en parodias y en documentales planos. Les dan la réplica Ray y Pato Dooley, dos hermanos que jamás coinciden en escena. Ray desempeña el mismo papel que los mensajeros en la tragedia griega: trae noticias cruciales, pero las sirve con torpeza, de modo que produce el efecto contrario al deseado por Pato, que es quien le encomienda misión tan delicada. El autor británico, hijo de irlandeses, escribe la obra desde el punto de vista femenino. Los espectadores de toda edad sienten lo que les sucede a madre e hija, se ponen en el pellejo de ambas, pero es Maureen quien, sometida a una desafección materna a toda prueba, despierta una simpatía especial.
El éxito de esta comedia sulfúrica, estrenada en Galway en 1996, se repitió de inmediato en Londres y en Broadway, donde Gary Hynes fue la primera mujer en ganar el premio Tony a la mejor dirección. Mario Gas la trajo a Barcelona en 1998, en un montaje naturalista protagonizado por Vicky Peña y Monserrat Carulla, madre e hija también en la vida real, cuya representación en castellano cosechó el Max al mejor espectáculo teatral al año siguiente.
La puesta en escena de Echanove es de un realismo sintético. Quizá no tenga ese fulgor que suponía ver la reproducción de la vida misma en el montaje de Gas, pero tiene el vigor formidable que transmiten el torvo desamparo de la frágil abuela de María Galiana, aferrada a su hija como a un clavo ardiendo, y la figura radiante de la Maureen de Lucía Quintana, permanentemente opacada por circunstancias adversas. Alberto Fraga en su primera intervención parece demasiado pulidito para lo que cabe esperar de un personaje criado en un medio hostil, pero, felizmente, en sus entradas subsiguientes la impresión que ofrece se reajusta y su Ray va adquiriendo por derecho el brillo necesario para iluminar la espléndida escena final. Javier Mora es un galán rural entero, honesto, tímido, cabal y un tanto irresoluto, tal y como lo dibuja su autor.
La función emociona: tiene al público sin perder ripio y en reacción constante. Podría acabar perfectamente con el monólogo largo de Maureen, pero su autor prefiere añadirle un giro muy teatral, lo único verdaderamente artificioso de esta obra. Los espectadores de una función de a diario celebraron el final encantados, con bravos merecidos y poniéndose muchos de ellos en pie sucesivamente, mientras ambas actrices salían a saludar, igualadas.
‘La reina de belleza de Leenane’. Texto: Martin McDonagh. Adaptación: Bernardo Sánchez. Dirección: Juan Echanove. Madrid. Teatro Infanta Isabel, hasta el 28 de julio.
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