Las contradicciones místicas de Werner Herzog
Una retrospectiva en Ámsterdam dedicada al director de ‘Fitzcarraldo’ resalta la monumentalidad de sus imágenes por encima de los cuestionamientos éticos que suscitan sus controvertidos rodajes
Las películas de Werner Herzog (Múnich, 1942) resplandecen en el Eye Filmmuseum de Ámsterdam. A lo largo de su vida, el cineasta ha visitado los sitios más remotos y ha filmado a las culturas más aparentemente diferentes de ese constructo llamado civilización occidental. Dan buena cuenta de ello las más de 70 películas, entre documentales y largometrajes de ficción, que constituyen su filmografía, y en las que la contemplación de selvas, desiertos, glaciares y ciudades perdidas ocupa buenos tramos del metraje total.
El museo de cine holandés, en colaboración con la Filmoteca Alemana, ha dado protagonismo absoluto a esas imágenes de gran belleza al instalar una treintena de pantallas de diversos tamaños en una única sala alargada, donde los fragmentos más impresionantes de la obra de Herzog se proyectan sin interrupción. Hay momentos en los que tenemos la sensación de haber entrado en una de esas experiencias inmersivas sobre pintores famosos y realidad virtual. Es posible ver varias pantallas a la vez, parcialmente superpuestas o situadas estratégicamente para que no se tapen desde varios ángulos; al igual que vemos una serie mientras seguimos pendientes del móvil, el gesto parece imitar nuestras formas cotidianas de mirar, entremezclando estímulos, aunque aquí la escasa iluminación y la monumentalidad de las imágenes generan una atmósfera ritual.
Al no haber tabiques que dividan las proyecciones, la arquitectura sonora es la única barrera que permite atender de un modo más clásico a las películas. En este sentido, el trabajo de disposición de altavoces es altamente sofisticado; en todo el espacio hay un leve murmullo continuo de los sonidos de cada película, que parecen entremezclarse a un mismo volumen. Sin embargo, al acercarnos a una de las pantallas, el sonido se focaliza y percibimos con nitidez las voces y la música correspondientes a cada fragmento de película.
El título de la exposición es elocuente: La verdad extática, esa obsesión de Herzog y de sus personajes por lograr que la imagen en movimiento logre captar y representar las formas e historias más radicales del planeta. Los breves textos de sala insisten en que el objetivo es organizar el material disponible para favorecer esa búsqueda de una autenticidad casi mística. Se ha dedicado un gran esfuerzo a replicar ese espacio meditativo y abrumador entre los fragmentos de las películas y apenas una mínima porción de la muestra a las historias que hay detrás de esas imágenes. Junto a las paredes hay unas pocas vitrinas con documentos relativos a los rodajes, acompañados de fotografías y elementos de atrezo que recuerdan las condiciones de producción de las películas más allá de los impactantes fragmentos que se proyectan.
Esta discreción es especialmente relevante tratándose de Herzog, dada la implicación ética de sus rodajes y su obsesión por el realismo, que llevó hasta sus últimas consecuencias en Fitzcarraldo (1982). Como el protagonista de la película, un hombre con el sueño de llevar la ópera a la selva peruana en plena fiebre del caucho, el director decidió hacer que un barco de vapor ascendiera por una colina cercana entre los afluentes amazónicos Ucayali y Pachitea, sin efectos especiales y con la ayuda de cientos de nativos peruanos. A la gesta se le reserva una gran pantalla y en una de las vitrinas laterales es posible leer, en español, la hoja firmada por Herzog con el encargo de “contratar 100.000 nativos de las tribus de la selva, con trajes típicos y pelo largo, por dos semanas”. El proceso se convirtió en un infierno para Herzog y para su actor fetiche, Klaus Kinski, quien finalmente desempeñó el papel del protagonista tras las bajas de sus predecesores durante el rodaje, donde acabó exhibiendo su famoso comportamiento errático.
En la exposición se ha intentado dar cabida también a algunos discursos que cuestionan el precio de ese arrebatamiento místico, sobre todo para las comunidades culturales concebidas como “extrañas” o “exóticas” por el espectador. En un espacio adyacente y algo esquinado, aparecen cartelas con preguntas sobre la práctica fílmica de Herzog, en torno a la idea colonial del explorador, al personalismo excesivo que conlleva esa búsqueda de la verdad, o a su inestable y a ratos destructiva relación con Kinski.
En las salas de cine del museo se proyecta un ciclo de sus películas con motivo de la exposición y también otras que, como El pesar de los sueños (Burden of Dreams, 1982), el making of de Fitzcarraldo dirigido por Les Blank, permiten acercarse a estas preguntas incómodas desde una perspectiva más amplia. Pero el esfuerzo por definir las controversias en la obra de Herzog queda totalmente opacado por la grandiosidad del discurso expositivo y el cuestionamiento termina pareciendo una excusa para afianzar la espectacularidad de la propuesta. Podría haberse dedicado la retrospectiva entera a discutir la forma en la que Herzog lidia y supera (o no) el discurso colonial o si su tratamiento de las personas con discapacidad de Lanzarote en También los enanos empezaron pequeños (1970) ha superado (o no) la prueba del paso del tiempo.
Sin embargo, se ha optado por insistir en la belleza de las imágenes en sí mismas y disimular sus infraestructuras. ¿Es imposible disfrutar de las películas y, simultáneamente, ser conscientes como espectadores de lo que ha podido implicar su rodaje? Unos testimonios más visibles de los participantes en películas como Aguirre, la cólera de Dios (1972) o Cobra Verde (1987) habrían sido útiles para ahondar en estas cuestiones desde una perspectiva más amplia. Pero el mensaje parece ser que, si se enseñan los engranajes, la experiencia mística puede hacer aguas. Aunque ya Herzog parece haber dado su particular respuesta a esta cuestión en una de sus películas, Fata Morgana (1971): en ella, los paisajes del Sáhara se confunden con las expectativas de la ciencia ficción. Allí, el paisaje real y la apariencia de lo inverosímil parecen bromear con la confianza ciega en las imágenes mientras que conceden un espectáculo visual memorable.
La sala está a rebosar, en cualquier caso. Los visitantes se sientan o pasean por todo el espacio, en silencio. Hay varios adolescentes que están un tiempo largo observando las imágenes, sin atender a las vitrinas. En la pantalla más grande y central, Klaus Kinski, desde la cubierta del barco de vapor, da cuerda a su gramófono y la voz de Caruso inunda la escena.
‘Werner Herzog. The Ecstatic Truth’. Eye Filmmuseum. Ámsterdam. Hasta el 1 de octubre.
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