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Columna
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Jugar como una chica: Sexismo y feminismo en el mundo de los videojuegos

El libro ‘Play Like a Girl’ pone sobre la mesa la tensa relación que siempre ha habido entre las mujeres y el sector del ocio digital

Comparación del personaje Lara Croft, en 1996 y en una versión reciente.
Comparación del personaje Lara Croft, en 1996 y en una versión reciente.
Jorge Morla

“Hemos intentado salvarla, pero no podemos. La industria necesita ser destruida para ser construida de nuevo. Contando con mujeres, con las minorías. Necesitamos destruir la industria del videojuego para crear una nueva, de manera completamente diferente”, dice al otro lado de la llamada de Zoom Marina Amores, conocida como Blissy (Mallorca, 1991). Comunicadora y periodista, activista feminista y especializada en videojuegos y género, acaba de publicar el ensayo Play Like a Girl (Libros Cúpula), en el que radiografía la relación que el mundo de los videojuegos ha tenido hasta hoy con las mujeres.

Lo cierto es que ha sido una relación, cuando menos, complicada desde hace mucho. En los 90, los juegos eran un artefacto creado por hombres blancos heterosexuales para hombres blancos heterosexuales, la representación de las mujeres caía en la hipersexualización y la imagen de las jugadoras era directamente ridiculizada. Esto no era una mera cuestión formal o de representación, sino que esa cosmovisión fue permeando en las propias empresas, en la industria y en la prensa especializada descartando, ignorando o boicoteando la labor de las mujeres en el sector en un movimiento cuyas consecuencias pueden verse en la actualidad.

Mucho ha cambiado desde entonces, y desde esta columna se han señalado avances en esa dirección. Pero, señala Amores, no es suficiente. “Es obvio que hoy se hacen otros juegos, hay otro trato, los creadores han tomado conciencia”, sostiene la autora. Los juegos para smartphone y Nintendo, sostiene, han sido clave para comenzar a recorrer el camino de la evolución, cree Amores, “pero durante el cambio que ha habido en estos 10 últimos años ha sido fundamental el discurso feminista”. Conocíamos hace poco que, en 2022 en España, el porcentaje de jugadoras (de un total de 18 millones de jugadores) asciende ya al 47%.

Una mujer juega a un videojuego de conducción en la Gamescom.
Una mujer juega a un videojuego de conducción en la Gamescom.Lukas Schulze (Getty Images)

“Hostil”. Si se le pide concretarlo en una palabra, Amores tiene claro cómo es el sector de los videojuegos con las mujeres. Y el libro desglosa una lista de agravios que van “desde tratar a las jugadoras como niñas hasta las azafatas de las ferias”, y que llega hasta glosar las últimas reivindicaciones del feminismo para el sector. El ensayo es a veces tan crudo a la hora de pintar el panorama femenino en los videojuegos que puede llegar a echar para atrás a las mujeres que piensen dedicarse a ello, pero la labor arqueológica que hace de recuperación de nombres femeninos borrados (“a los que la industria les debe mucho”), de proyectos boicoteados, carreras truncadas y descubrimientos a posteriori es encomiable.

El libro de Amores aborda la problemática desde tres lugares: la mujer como desarrolladora, la mujer como consumidora de juegos y una tercera parte, más personal, en la que habla de las redes, el marketing y otras esferas que se solapan con los juegos y de las que ella ha sido parte integrante. Es quizá en esta parte final, más reincidente en experiencias personales, donde el libro encalla en un subjetivismo difícil de conciliar con los datos objetivos que había venido levantando durante la primera mitad del libro. Seguramente sea una paradoja consustancial al propio género del ensayo: la chicha dota a la obra de un nervio que engancha al lector, pero que no hace buenas migas con la labor estrictamente académica.

Si se le pregunta a Amores si es optimista, si cree que la situación de las mujeres mejorará, o si hay un hueco para las mujeres activas en el sector o en la prensa, responde desde Barcelona que no. “Ya no trabajo en prensa y no creo que vuelva”, cuenta, aduciendo las malas condiciones del sector. “Y con respecto al feminismo, soy pesimista. Estoy cansada mentalmente, me siento sola, estamos muy vetadas, no se nos quiere, no se quiere colaborar con nosotras”, explica. “El sector cree que somos problemáticas, que las feministas públicas somos las malas de la película”, cuenta con un deje de rabia que también vuelca en el libro. Aunque deja un resquicio de esperanza: “Soy pesimista con respecto a las que estamos ahora, pero hemos allanado el camino para las que vengan después”. No es poca cosa.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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