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LECTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esta es una novela perfecta

La autora de ‘Gente normal’ relata su fascinación por ‘Todos nuestros ayeres’, de Natalia Ginzburg, cuya escritura considera “un secreto importantísimo que yo llevaba toda la vida esperando descubrir”. ‘Babelia’ adelanta el prólogo a la obra de la escritora italiana, que Lumen reedita esta semana

Natalia Ginzburg (1916-1991) retratada en Turín en torno a 1990.
Natalia Ginzburg (1916-1991) retratada en Turín en torno a 1990.Leonardo Cendamo (HULTON ARCHIVE / Getty Images)

Cuando leí por primera vez la obra de Natalia Ginzburg hace unos cuantos años fue como leer algo que hubiesen escrito para mí, algo que hubiesen escrito casi en mi propia cabeza, o en mi corazón. No conseguía entender cómo no me había topado antes con la obra de Ginzburg: que nadie, conociéndome, me hubiese hablado jamás de sus libros. Como si su escritura fuese un secreto importantísimo que yo llevaba toda la vida esperando a descubrir. Sus palabras, mucho más que nada de lo que yo misma hubiese escrito, o hubiese intentado escribir siquiera, parecían expresar algo completamente cierto acerca de mi experiencia de la vida, de la vida en sí. Para mí, este tipo de encuentros transformadores con un libro son muy inusuales; un momento de contacto con lo que da la impresión de ser la esencia de la existencia humana. Este es el motivo por el que quise escribir unas líneas sobre Natalia Ginzburg y su novela Todos nuestros ayeres. Y me gustaría dirigirme en particular a esos otros lectores que, lo sepan o no, están ahora mismo aguardando un primer y especial encuentro con su obra.

Ginzburg, cuyo nombre de soltera era Natalia Levi, nació en 1916 en Sicilia, hija de padre judío y madre católica. Ella, su hermana y sus tres hermanos se criaron en Turín, en el norte de Italia, en un hogar laico e intelectualmente estimulante. En 1938, a los veintidós años, Natalia se casó con el militante judío antifascista Leone Ginzburg, con el que tuvo tres hijos. En 1942 publicó su primera novela, La strada che va in città (El camino que va a la ciudad ). Para eludir las trabas legales que el gobierno fascista había impuesto a las publicaciones de autores judíos, la novela se publicó bajo el pseudónimo de Alessandra Tornimparte. Durante la guerra, debido a las actividades políticas de Leone, los Ginzburg tuvieron que exiliarse en el sur de Italia, pero viajaron a Roma en secreto para seguir trabajando en un periódico antifascista. En 1944, las fuerzas del régimen fascista detuvieron a Leone y lo torturaron hasta la muerte. La guerra terminó un año después, cuando Ginzburg, ahora viuda y madre de tres hijos pequeños, seguía en la veintena. Estas experiencias —su educación, su matrimonio, su maternidad, la muerte de su marido y la catástrofe política y moral que supuso la Segunda Guerra Mundial— definirían la escritura de Ginzburg el resto de su vida.

En 1944 los fascistas detuvieron a su marido y lo torturaron hasta la muerte. Ser viuda veinteañera y madre de tres hijos marcó su escritura

Todos nuestros ayeres, su tercera novela, se publicó por primera vez en Italia en 1952, con el título Tutti i nostri ieri. Comienza en un pueblecito del norte de Italia, en los años previos a la guerra, con una familia: un viudo entrado en años, sus cuatro hijos y la señora Maria, una especie de ama de llaves. Al otro lado de la calle, en “la casa de enfrente”, vive el dueño de la fábrica de jabón del pueblo, junto con su esposa, sus hijos y “uno que no se entendía bien quién era”, llamado Franz. Progresivamente, va emergiendo, en ese revuelo cómico y frenético de los primeros capítulos, una protagonista: Anna, la hija más pequeña del viudo. La novela pasa entonces a seguir las relaciones de Anna, antes y durante la guerra, con su familia, con los habitantes de “la casa de enfrente” y con un amigo de la familia, mayor que ella, llamado Cenzo Rena.

Pero esa posición de Anna como protagonista es en todo momento parcial y contingente. El narrador nos aleja a menudo de ella sin previo aviso, y entonces relata sucesos que Anna no ha presenciado, o describe con súbita compasión los pensamientos y sentimientos de otras figuras aparentemente secundarias: sus deseos, sueños y desengaños. La gran potencia emocional de la novela nace de la hondura y la autenticidad de cada uno de sus personajes. Como lectores, terminamos conociendo y amando profundamente a Anna, pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de amar al cascarrabias de su padre; a su hermano Ippolito, hermoso y melancólico; a la sufridora señora Maria, y al resto de personas interesantes y complejas que pueblan el universo del libro.

Como lectores, terminamos conociendo y amando profundamente a Anna, pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de amar al cascarrabias de su padre

Tras la muerte del padre de Anna, al poco de empezar la novela, Ippolito traba amistad con Emanuele, uno de los chicos de la casa de enfrente. Se enzarzan ambos “en grandes discusiones, pero no se sabía sobre qué, porque cuando había alguien delante, se ponían a hablar en alemán”. Pronto se les suma Danilo, pretendiente de la hermana de Anna, Concettina, y los tres jóvenes empiezan a encerrase a menudo en el salón, a charlar. La Anna adolescente está perpleja ante este giro inesperado: ¿es que Emanuele y Danilo están los dos enamorados de su hermana? ¿Por qué pasan tanto tiempo con Ippolito hablando en alemán? Y entonces su hermano Giustino le susurra una palabra al oído, una palabra que cambiará el curso de la novela y el de la vida de Anna: Política.

“Política”, pensó Anna. Paseaba por el jardín, entre los rosales de la señora Maria y repetía para sí aquella palabra. Era una chiquilla regordeta, pálida y perezosa vestida con una falda plisada y un jersey azul descolorido, un poco baja para tener catorce años. “Política” repetía despacito, y por fin de repente le pareció entender.

Rosetta Loy, Natalia Ginzburg y Federico Fellini.
Rosetta Loy, Natalia Ginzburg y Federico Fellini.Vittoriano Rastelli (Corbis / Getty Images)

Ippolito, Emanuele y Danilo, descubrimos, son disidentes antifascistas, y se reúnen en secreto para compartir textos políticos prohibidos y debatir sobre ellos. Danilo acaba pronto detenido y Emanuele e Ippolito le piden ayuda a Anna para quemar los periódicos y libros que han ido escondiendo detrás del piano. Cuando estalla la guerra en Europa, el universo moral de la novela va cayendo bajo la sombra de la brutalidad del fascismo y los horrores inenarrables del Holocausto. La ocupación alemana de Polonia sume a Ippolito en una malsana depresión, con “aquellos alemanes que se llevaban a la gente a morir en los lager, y decía que se le quitaban las ganas de vivir cuando pensaba en aquellos lager, donde los alemanes apagaban sus cigarrillos contra la frente de los prisioneros”.

La política ya no es una ensoñación entre rosales, sino una cuestión de suprema urgencia moral.

En la segunda parte de la novela, Italia ha entrado en guerra. Anna es ya una mujer casada, una joven madre que ayuda a esconder a los fugitivos del régimen fascista en el sótano de su casa. En una larga frase que vuelve y vuelve sobre sí misma, escrita desde el punto de vista del hombre que se ha convertido en el marido de Anna, Ginzburg evoca el desmoronamiento catastrófico de la vida cotidiana:

Miraba desde la ventana a los refugiados de Nápoles que ahora iban y venían por las callejuelas del pueblo cargados de niños y de colchones, los miraba y decía que qué cosa tan triste era ver todos aquellos colchones rodando por Italia de acá para allá, toda Italia se había puesto a vomitar colchones de las casas despedazadas.

La política ya no es, para Anna, una ensoñación entre rosales, sino una cuestión de suprema urgencia moral. En tiempos de crisis, aprende —y aprendemos nosotros con ella—, no puede existir una ética sin política.

Natalia Ginzburg con el editor Giulio Einaudi en Mantua el 21 de octubre de 1988.
Natalia Ginzburg con el editor Giulio Einaudi en Mantua el 21 de octubre de 1988.Leonardo Cendamo (HULTON ARCHIVE / Getty Images)

La obra de Ginzburg se ocupa, me parece a mí, más que de ninguna otra cosa, de la distinción entre lo que está bien y lo que está mal. Todos nuestros ayeres aborda esta cuestión desde una perspectiva intelectual e ideológica, con atención al desarrollo de las teorías morales y los sistemas de creencias; pero también, en igual medida, desde un punto de vista práctico y humano. En otras palabras, plantea dos preguntas con la misma relevancia. En primer lugar, ¿cómo podemos saber qué es lo que está bien? Y, en segundo lugar, ¿cómo podemos vivir conforme a ese conocimiento? Leyendo la novela, llegamos a conocer a sus personajes como si fuesen amigos nuestros, nosotros mismos, incluso. Muchos de ellos se esfuerzan de maneras diversas por determinar qué es lo correcto y por oponerse a lo que no. A medida que la guerra se va infiltrando en sus vidas, algunos se ven obligados a hacer concesiones terribles por pura supervivencia, y otros, directamente, no logran sobrevivir. Pero nosotros, como lectores, tenemos la oportunidad de ver a algunas de estas personas, sometidas a una presión inimaginable, rodeadas de caos y de violencia por todas partes, responder con una belleza moral transcendente e imposible de olvidar. No son personas que hayan nacido con unos atributos morales especiales; personas para las sea fácil actuar con honor y valentía. Las conocemos: sabemos de sobra que son tan irritables, egoístas y perezosas como nosotros. Como le dice a Anna su marido: “Nadie se encontraba con el valor como un regalo en el bolsillo, el valor había que trabajárselo poco a poco, era una historia larga y duraba casi toda la vida”. Ginzburg nos muestra que ese valor es posible, da testimonio de tal posibilidad y, leyendo su obra, lo sabemos y lo creemos nosotros también.

La obra de Ginzburg se ocupa, me parece a mí, más que de ninguna otra cosa, de la distinción entre lo que está bien y lo que está mal

Esta no es una novela que evite mirar al mal de frente. Como cualquier relato de la Segunda Guerra Mundial, contiene un dolor, una pérdida, una violencia y una injusticia casi insoportables. Pero es un relato que trata también de la posibilidad de saber qué es lo correcto, y de vivir guiados por ese conocimiento, sean cuales sean las consecuencias. Como lectores, comprendemos y amamos a los personajes de la novela abrazando toda su humanidad; y por un momento, o dos, su valentía parece iluminar, con una ráfaga radiante, el sentido de la vida. Y, sin embargo, al final de la novela, cuando la guerra ya ha terminado, Ginzburg se cuida de señalar la difícil tarea que tienen por delante quienes han sobrevivido. Un personaje que se ha pasado la guerra editando una publicación antifascista lucha por adaptarse a sus nuevas condiciones de trabajo:

Entendía de periódicos clandestinos, pero los no clandestinos no iban con él. Hacer periódicos clandestinos era muy fácil, qué fácil y qué hermoso era, Dios mío, pero los periódicos que tenían que salir todos los días y a la luz del sol, sin pasar miedo y peligros, esos eran otra cosa. Había que jorobarse encima de una mesa, sin arriesgar ya nada, sin pasar miedo, y salían palabras ignominiosas y uno se daba cuenta de que lo eran y sentía odio contra sí mismo por haberlas escrito, pero no se tachaban porque había prisa por sacar aquel periódico que la gente estaba esperando. Y parecía increíble que en cambio el miedo y el peligro no engancharan nunca palabras ignominiosas sino siempre verdaderas, arrancadas de lo más hondo.

Su discurso apunta tan alto como la crisis más catastrófica del siglo XX y tan bajo como el matrimonio de una muchacha joven, el destino del perro de una familia

Son personajes a los que la guerra les ha arrebatado mucho, prácticamente todo, pero el desafío que les espera al final es el de encontrarle sentido a un mundo que ya no está en guerra, un mundo en el que los actos heroicos de coraje han dejado de ser necesarios o incluso posibles, un mundo en el que los periódicos tienen que “salir todos los días y a la luz del sol”. Todos nuestros ayeres se publicó siete años después del fin de la guerra y cuesta no oír la voz de la propia Ginzburg resonando en este pasaje, encorvada en la mesa, “sin arriesgar ya nada, sin pasar miedo”, intentando dotar de sentido a lo que queda.

Para mí, Todos nuestros ayeres es una novela perfecta; o, dicho de otro modo, es completamente lo que pretende ser, y nada más. Es un libro que muestra con prosa inteligente y sencilla lo grande y lo pequeña que debería ser una novela. Su discurso apunta tan alto como la crisis más catastrófica del siglo XX y tan bajo como el matrimonio de una muchacha joven, el destino del perro de una familia. Como lectores, nos lleva a ver y sentir las relaciones inextricables entre el mundo interior y exterior de las personas. Las novelas de Ginzburg logran no solo incorporar, sino establecer una relación significativa entre la vida íntima de los personajes ficticios y los cambios radicales, sociales y políticos, que se van desarrollando en torno a ellos. Un logro que es posible gracias a la extraordinaria comprensión que tenía Ginzburg del alma humana, a su genialidad como estilista de la prosa y, por encima de todo, a una lucidez moral incomparable. Todos nuestros ayeres se cuenta entre las mayores novelas de su siglo, y Ginzburg, entre las mayores novelistas. En lo que a mí respecta, como lectora, como escritora y como persona, su obra ha impactado y transformado mi vida. Espero que le deis la oportunidad de impactar y transformar también la vuestra.

Traducción de Inga Pellisa.

Sally Rooney es autora de los libros como ‘Conversaciones entre amigos’, ‘Gente normal’ y ‘Dónde estás, mundo bello’.

‘Una novela perfecta’ es el prólogo de Sally Rooney a ‘Todos nuestros ayeres’, de Natalia Ginzburg, que Lumen publica este jueves en la traducción de Carmen Martín Gaite. El texto se publicó originalmente en ‘The Guardian’ el 30 de junio de 2022.


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