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TRONO DE JUEGOS
Columna
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La reinvención de ‘God of War’: de los minijuegos sexuales a la deconstrucción masculina

El nuevo juego de la saga, ‘Ragnarök’, sigue el camino de su antecesor desde la acción desenfrenada hasta la exploración de la sensibilidad

God of War
Imagen promocional de 'God of War: Ragnarök', con Kratos y Atreus.
Jorge Morla

Empecemos por el principio: God of War es una de las sagas más famosas del mundo de los videojuegos. Su primera entrega nos presentó en 2005 a Kratos, El fantasma de Esparta, un mortal embarcado en una cruzada sangrienta para vengar a su familia a costa de acabar con el dios griego de la guerra, Ares, y reemplazarlo. Sus secuelas canónicas, God of War 2 (2007) y God of War 3 (2010), y otros juegos aledaños ampliaron la mitología de la franquicia a la par que disminuía el panteón griego: en cada entrega el implacable Kratos iba ajusticiando a más y más dioses.

El juego era todo un placer culpable lleno de sangre, vísceras, destrucción y cortes hechos con las (ya legendarias) armas del protagonista cosidas a sus brazos, las Espadas del Caos. Un juego del género Hack and slash (literalmente, cortar y rajar) que funcionaba además como la perfecta fantasía de poder del macho alfa: Kratos era un tipo musculoso que no conocía la piedad, un personaje más bien plano que seducía diosas y rajaba débiles atenienses casi al mismo tiempo. Esa fantasía de poder masculina se concretaba de forma absoluta en un minijuego de la tercera entrega: en un momento dado, en el palacio de Afrodita, Kratos se encontraba con la diosa griega retozando en una cama gigantesca con dos jóvenes desnudas. La diosa le invitaba a compartir cama con ella y, si accedíamos, comenzaba un curioso minijuego en el que la cámara se hacía a un lado y nosotros teníamos que ir apretando botones en una especie de coreografía sexual jalonada de gemidos. Afrodita quedaba mareada de satisfacción y nuestra barra de vida se restablecía. En fin. Con ejemplos así, es difícil sostener la idea de que los videojuegos llevan varios años huyendo de los estereotipos machistas en los que muchas veces cayeron…

Pero en 2018 se obró el milagro. God of War volvió a nuestra vida con otro tempo y otra forma. Kratos vivía ahora en el norte, rodeado de dioses nórdicos. Era viejo y más torpe, más mortal y falible. Y lo más importante: Kratos tenía un hijo, Atreus, un chaval que se había convertido en el centro de gravedad de su existencia. Ya no quería vengarse, sino protegerlo. Ya no era él solo contra el mundo, sino un tándem indisoluble. El propio ritmo del juego cambió hacia un compás más maduro: los combates ya no eran esquizofrénicos y rápidos sino calculados y brutales. El juego abrazó una nueva gravedad y un nuevo significado.

Afrodita se insinuaba a Kratos en 'God of War III' (2010).
Afrodita se insinuaba a Kratos en 'God of War III' (2010).

Esa nueva entrega, cuya nomenclatura sin numerar era toda una declaración de intenciones en una franquicia que quería reinventarse, logró la cuadratura del círculo. Lo que antes era ira, fuerza, venganza y acción desenfrenada se vehiculaba ahora a través de algo tan hasta entonces impensable como el amor de un padre a un hijo. Así es: lo que articulaba la narración del juego de 2018 era la relación entre ambos. El nacimiento de la sensibilidad en el antiguo guerrero descerebrado conmovió al mundo y el juego ganó el premio a mejor juego del año. En esa evolución hacia lo personal de la franquicia influyó notablemente la experiencia vital del director del juego, Cory Barlog (director también de la segunda entrega), que contó a este periódico cómo su propia paternidad había ayudado a dar nueva forma y nueva identidad al juego.

Este miércoles se pone a la venta la secuela del juego de 2018: God of War: Ragnarök, un juego que recoge las enseñanzas jugables de su antecesor pero va más allá en su apartado mecánico, añadiendo (procuraremos evitar los destripes concretos, porque merece la pena descubrirlos) nuevos elementos jugables, transformaciones y armas. Como su antecesor, apuesta por el formato de plano secuencia, sin cortes, cinemáticas externas ni tiempos de carga. Y si bien es cierto que se trata de un juego construido más para PS4 que para PS5, constituye una proeza técnica y narrativa (con una historia mucho más centrada en el crecimiento personal de Atreus), rematada por un soberbio trabajo de actores y músicos. Además, los personajes femeninos ganan un nuevo peso y siguen la huida del cliché iniciada en 2018. Habrá que ver si esta secuela repite aquel premio y se corona como el gran triunfador de 2022, pero de lo que no cabe duda es de que estamos ante uno de los grandes juegos del año.

Lo que son las cosas. La proeza sociológica de la saga no es menor: sin estridencias ni actos de contrición, una franquicia adrenalítica, descerebrada e inofensiva en lo emocional se convirtió en un alegato sobre la paternidad y la sensibilidad vinculada a ella. Pero la proeza narrativa que este nuevo juego continúa merece mención aparte: una franquicia que trataba sobre los dioses acaba convertida, casi por arte de magia, en un artefacto que pone por encima de todo la búsqueda de la humanidad.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.

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