Morandi en la clandestinidad
Recluido en su casa-taller de Bolonia, el pintor llevó a cabo una investigación obsesiva sobre los objetos cotidianos. Una exposición en Madrid aporta una nueva perspectiva sobre su obra
Considerado por algunas sensibilidades más bien literarias una especie de favorito pintor menor, amable y doméstico, pero desechado también como retardatario por el agit-prop contemporáneo, Giorgio Morandi siempre parece agradecer un esfuerzo de comprensión algo mayor —no es mucho pedir— que lo salve de ese dualismo.
La exposición Morandi. Resonancia infinita, inaugurada ayer en la Fundación Mapfre de Madrid, prolonga la cadena de exposiciones españolas dedicadas a este pintor emocionante que inició en 1984 la Fundación Caja de Pensiones, continuaron en 1999 el Thyssen, el IVAM y el Museo Morandi de Bolonia, su ciudad natal, y culminó en 2016 el Centro José Guerrero de Granada, con una estupenda reunión, tejida por el pintor Pedro Morales, de artistas españoles en general resistentes a los sermones de los centros de arte, y para los que Morandi representa, por tanto, un modelo de singularidad y libertad admirable.
Todas las muestras tuvieron, no obstante, ese denominador común. También esta ha querido que sus inolvidables pinturas, acuarelas y estampas, que rebasan en conjunto el centenar de obras, vayan acompañadas de las de otros —hasta 20 artistas, entre ellos Alcaín, Rueda y Aquerreta, como en Granada—, pero esta vez escogidos de entre un panorama internacional. La parentela, sin embargo, no es explícita (lo hubiera sido con la presencia de Marcelo Fuentes, de Miguel Galano o del oculto Jorge García Pfretzschner, por ejemplo), sino más bien fraguada en la elucubración, y el gusto, de Alessia Masi, del Museo Morandi, bajo la otra fórmula, ya practicada en 2006 en la Abbot Hall Gallery inglesa (también allí estuvieron Rachel Whiteread o Tony Cragg) de “artistas en torno a Morandi”. Y esto, claro, tiene los inconvenientes propios de los caprichos.
Pero en esta nueva exposición, comisariada por Daniela Ferrari y Beatrice Avanzi, del Museo d’Arte di Trento e Rovereto —y que podrá verse también en 2022 en la Fundació Catalunya La Pedrera—, están, por encima de todo, los morandis. En realidad fue su fervoroso amigo, el gran Roberto Longhi, quien ofreció en su día una clave que sigue siendo, a mi juicio, definitiva y que sirve para desmantelar, por un lado, cualquier perspectiva retro que pretenda comprender algo desde la contemplación figurativa y adorable de los objetos en el comedor de Via Fondazza (donde pintaba este pintor sin estudio), pero también cualquier rasa pretensión de suplantar a las formas con los mensajes.
Todo en Morandi —como en Caneja, de su misma raza— es artificial. Nada se justifica en la representación de una realidad externa. Nada es, en ese sentido, literario. Todo se ciñe al puro hecho visivo, a su neutralidad, estrictamente física. Morandi es pura óptica. Abstracción. Bastante preocupado “per la sua sorte incerta” desde que saliera de su casa de Grizzana al acabar la guerra, Longhi lo vio bajo este prisma netamente moderno: “Hoy que la pelota de la pintura —decía— está suspendida sobre los flacos dedos de la generación más joven sin que se sepa si irá a caer en el cesto de los retales de colores de un romanticismo más que apresurado o en el de la nulidad mental y moral más “centrista”, la magistral trayectoria de Morandi podrá servir de lección a los mejores (…). Sin embargo, es precisamente en el círculo insidioso de las “conversaciones humanitarias, patrióticas, internacionalistas, donde el nombre de Morandi se verá denostado”.
Así que el ruido político, histórico y cultural estuvo tan lejos de Morandi como, se me ocurre ahora, de los diamantes que pulía Spinoza. Pero la literaria figuración “centrista” resulta por igual improcedente en su caso. De ahí que Longhi encontrara la fórmula exacta al decir que su obra se hace invisible, oculta para ambos errores, igual que un “mensaje clandestino”.
Morandi tuvo una primera historia, solo eventual, junto a los metafisici, pero había tenido antes una prehistoria poscubista y cézanniana que acabaría siendo más importante. Finalmente, en la familia que reconoció como propia desde los años veinte estaban los antiguos italianos junto a Cézanne, Vermeer, Chardin y Corot. Y aquí está la nuez de la clandestinidad. Hoy, en un tiempo de dominación (como se decía antes) contenidista, importa entenderlo. Esa resistencia a lo referencial, que lo aparta de los poetas acrónicos y solitarios, también lo hace ilegible para los activismos. Lo clandestino de su arte —del arte— es un significado que, como él mismo dijo a Edouard Roditi, únicamente puede ser dicho por sus formas, nunca por declaraciones programáticas como la que suele comenzar por decir que tal artista “reflexiona en esta obra acerca de…”. Contra eso, justamente, propugnaba Longhi su “exégesis formal”, en recuerdo, por cierto, de las presiones significantes que al arte le había hecho el fascismo.
Las cajas o los árboles de Morandi —hay aquí maravillas de su último momento “plasticista” o de sus vedute del patio boloñés— han sufrido un alejamiento, en esa distancia han sido irrealizados, fundidos con el espacio, en su turbiedad común. Como de Velázquez decía José Antonio Maravall en su por lo demás estupendo Velázquez y el espíritu de la modernidad (aunque ahora vemos, en esta comparación concreta, que quizá discutible), Morandi no nos muestra lo que ve, sino sencillamente que ve, el hecho de ver, desprendido de lo visto. Por eso su acercamiento a lo real siempre es mediado, como el de Vermeer, por algún artificio distanciador: el pintado previo de los objetos, su empolvamiento, el catalejo que enfoca las colinas o los frutales. Así que ni el centrismo sentimental ni el romanticismo agitador podrán comprenderlo.
‘Morandi. Resonancia infinita’. Fundación Mapfre. Madrid. Hasta el 9 de enero de 2022.
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