Conjurando el colapso, aún
Tertuliano ya decía en el siglo II que en el plan de Dios estaba que uno de los placeres de los que disfrutarían los bienaventurados era el de observar los tormentos de los condenados en el infierno
1. Canícula
Último día de julio, un mes tradicionalmente seco en la muy cuarteada piel de toro: la paremiología lo certifica con docenas de muestras (una: “Julio caliente, quema al más valiente”). Lo único bueno para los que aún permanecemos en la pegajosa ciudad es que las aglomeraciones disminuyen, las calles se desertifican durante las horas en que nadie se atreve a salir y los sonidos cambian de naturaleza: en el capitalino poblachón manchego en el que habito se ha pasado sin solución de continuidad de la “gran tabarra del canto de la cigarra” al monótono fragor de los aparatos de aire acondicionado que, como cada año, taladran los insomnes oídos a la hora de la siesta y se incorporan con su estridente ritmo a los aquelarres nocturnos que alimentan la pandemia y pueblan las camas de las UCI. Supongo que, a años luz, los que se recrean con las brisas del mar o la frescura de los bosques podrán disfrutar aún más imaginando el malestar de los urbanitas: una forma natural de ese deporte cada vez más en boga que es el Schadenfreude, la alegría por el mal ajeno. Tanto George Orwell (en su artículo de 1943 “¿Pueden ser felices los socialistas?”, en Ensayos; DeBolsillo) como su discípulo tardío Christopher Hitchens (en su libro de 2007 Dios no es bueno; Debate) nos recuerdan que Tertuliano ya decía en el siglo II que en el plan de Dios estaba que uno de los placeres de los que disfrutarían los bienaventurados en el paraíso era el de poder observar los tormentos de los condenados en el infierno. Pero, como no hay mal que por bien, etcétera, estos días (y, sobre todo, noches) caniculares he aprovechado algún insomnio para releer, fascinado porque más de medio siglo después de su publicación todavía conserva intacta su poderosa intriga narrativa, el thriller político de Leonardo Sciascia Todo modo (reeditado por Tusquets): en un caserón se reúnen para una especie de ejercicios espirituales varios representantes de las élites de la sociedad italiana de los setenta; en ese ambiente, y durante los rezos, se produce un primer asesinato. La intriga y su probable solución constituye una especie de homenaje tardío a La carta robada, de E. A. Poe (1844), un relato que fascinó a Lacan, y en el que la solución al enigma está ante las narices de los protagonistas y, por eso mismo, nadie la ve. Un inteligente reto al lector, una novela entretenida y una crítica feroz a la corrupta democracia cristiana de los setenta que, por cierto, no sé a qué se me está pareciendo cada vez más.
Según Jorge Riechmann, el desastre ecológico es tal que lo único que podemos hacer es aprender a “colapsar mejor”
2. Con Riechmann
Tormentas, huracanes, tifones, trombas y tornados que arrasan pueblos enteros transportando sus ruinas por el aire, temporales desatados, riadas incontenibles, lluvias de granizos como castañas, corrimientos de tierras, inundaciones imprevisibles, enormes masas de hielo y glaciares que se licúan, incendios devastadores que convierten extensos bosques en paisajes posapocalípticos como los que recorren padre e hijo en su camino al mar en La carretera (2009, de John Hillcoat), basada en la novela homónima de Cormac McCarthy (DeBolsillo). Se acumulan las evidencias de que “lo nuestro”, es decir, lo común, va de mal en peor. Los negacionistas más recalcitrantes (y los hay que vociferan su incontinente “optimismo” desde los medios) se van haciendo cómplices del ecofascismo rampante. Frente a la inconsciencia que predica que saldremos de esta, “como hemos salido de otras peores”, algunos piensan que ya no hay nada peor. Que no hay vuelta atrás, al menos al “atrás” en el que nos empeñamos en seguir viviendo y al que, según algunos, podrían devolvernos inventos y tecnologías por venir. Uno de esos pesimistas de la inteligencia es el poeta y activista Jorge Riechmann, cuyo Informe a la Subcomisión de Cuaternario (Árdora) se lee con la angustia que a menudo acompaña la mirada libre de telarañas. El mensaje de Riechmann no es tranquilizador: nos viene diciendo hace muchos artículos, algunos libros y no pocos poemas que vivimos en tiempo de descuento, que lo único que podemos hacer es aprender humildemente a “colapsar mejor” y que la tarea es difícil: estamos en un salto de escala entre lo que hoy somos capaces de hacer y “lo que haría falta poner en marcha”. Los libros de Riechmann se parecen a gritos que buscan en el desierto del desperdicio (consumista, medioambiental) llegar a otras voces receptivas. Leerlo duele, en cierto modo, porque nos pone ante la constatación de una desagradable sorpresa que va contra nuestra práctica cotidiana como especie, como esa humanidad-ameba de la que formamos parte. Este Informe, compuesto de fragmentos, avisos, noticias, citas científicas, es como un vademécum para intentar entender dónde y en qué momento estamos. Como, lentamente, va creciendo la conciencia del desastre, también se multiplican los libros que desde muy diversas posturas lo perfilan: entre los que más me han interesado destaco Esta civilización está acabada (Nola), un par de conversaciones entre Samuel Alexander y Rupert Read; y, desde un punto de vista que hace más hincapié en la degradación social, la insuficiencia de las democracias liberales y el sesgo de las tecnologías en esta crisis sistémica, resulta muy útil Lo que está en juego (Anagrama), de Philipp Blom, que ilustra la dificultad de “ser optimista cuando la esperanza parece una imbecilidad”. El pesimismo de la inteligencia gramsciano venía matizado por lo que el pensador marxista llamaba “optimismo de la voluntad”. Hoy resulta mucho más difícil, aunque no queda otra. En todo caso, y sin salir de Riechmann, la belleza también resulta balsámica y, a la vez, inspiradora: compruébenlo, por ejemplo, leyendo ‘Dos. Algunos poemas de amor’, incluidos en la poesía reunida (1993-2016) Entreser, publicada por Calambur; o en Z, un estupendo poemario-martillo publicado por Huerga y Fierro en su colección Rayo Azul.
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