Cuba es un sí es no es una dictadura
Que en Cuba no existen las libertades tal como se conciben por los demócratas es un truismo; igual que, a propósito de las últimas manifestaciones, se demuestra que el castrismo no ha perdido su base social, a pesar de todo
1. Precisiones
Cuando se abrió la caja de los truenos a cuenta de la naturaleza del régimen cubano, tras su última represión de las protestas ciudadanas, yo me encontraba casualmente —aunque ya sabemos que eso no existe— leyendo un ejemplar de la tercera reimpresión de Como polvo en el viento (Tusquets), la última novela de Leonardo Padura. No es Padura un ejemplo de escritor paniaguado del poder: recuerden, sin ir más lejos, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009), virulenta crítica del estalinismo y, de rebote, una más implícita, pero eficaz, del régimen cubano. Tras la noticia de las protestas, los opinadores de aquí se pusieron a pontificar sobre la naturaleza del Estado cubano con la chinchorrera meticulosidad que, por ejemplo, exhibían en los setenta los partidarios y detractores de las teorías con las que el reputado sociólogo Juan José Linz (1926-2013) caracterizaba el régimen de Franco, cuyo fascismo de origen se veía atemperado por categorías como autoritario, totalitario o cualquier otra que contribuyera a lavarle la cara a una dictadura que, todavía en septiembre de 1975, firmaba cinco sentencias de muerte sin importarle un ardite la protesta internacional, que se jodan los malos. Que en Cuba no existen las libertades tal como se conciben por los demócratas es un truismo; igual que, a propósito de las últimas manifestaciones, se demuestra que el castrismo no ha perdido su base social, a pesar de todo (tampoco la había perdido Franco en 1975, y ya ven). Por eso no dejan de sorprender algunas de las opiniones vertidas estos días a derecha, a centro y a izquierda. Entre todas las leídas, y teniendo en cuenta que lo más honrado es no justificar en ningún país lo que no deseas para el tuyo, la que más me convenció fue Cuba: un alarido, un artículo sugerente y discutible de Leonardo Padura que se ha reproducido profusamente en Internet. Léanlo: es el punto de vista de un insider.
2. Vejeces
Recuerden —si es que, con este calor, hay alguien al otro lado— la liturgia con que se desarrollan los encuentros eróticos heterosexuales en la gran mayoría de las películas que nos envía el negociado de entretenimientos del Imperio, auténtica escuela universal de costumbres y motivos dignos de imitación. Locos de pasión incontenible, impacientes y torpes de puro apresurados, los dos sujetos —ella y él— irrumpen en el apartamento de uno de los dos, golpeándose contra la puerta, besándose y jadeando compulsivamente. Él le sube la falda, ella le extrae la corbata, le desabrocha el cinturón y le alza la camisa, jadean, ella extiende sus brazos y le rodea las nalgas con sus piernas, jadean y musitan, él le baja (o le rasga) las bragas, jadean, hay consentimiento, sí es sí, sííííí, jadean, ella extiende las manos hacia la pared buscando apoyo ante el placentero embate que ya llega, jadean, ya llega, fundido, siguiente escena. En Un instante eterno: filosofía de la longevidad (Siruela), el ya talludito Pascal Bruckner —cuya tesis doctoral (dirigida por Barthes) versaba sobre la emancipación sexual en el pensamiento de mi adorado Charles Fourier— sostiene que el espectacular aumento de la esperanza de vida (20 o 30 años más que en el siglo XIX) sobrevenido gracias al progreso de la medicina y al espectacular avance de las tecnologías ha propiciado que, a partir de los 50 años, hombres y mujeres experimenten un tiempo extra que les permite disfrutar de una prolongación de la vida, liberados de la antigua tiranía de considerar la vejez como antesala de la muerte y, en cierto modo, cada vez más libres de la dictadura de la libido, “nuestro desorden interior”. Bruckner —antiguo ultraizquierdista en el 68, “nuevo filósofo” durante la restauración ideológica derechista y, más tarde, defensor de la guerra contra Irak y asesor de Sarkozy— cita el célebre pasaje de Platón en el que Sófocles, ya octogenario, confiesa haberse librado del “cruel yugo de la concupiscencia”, un “amo furioso y salvaje” (República, 329 b). Pero ese periodo-moratoria entre la madurez y la vejez es el teatro de nuevas experiencias. Optimista y lúcido —cualidades no necesariamente incompatibles con la de ser un conspicuo reaccionario—, Bruckner fundamenta su análisis en el arte (y la literatura) y en la historia, dirigiéndose a “todos aquellos que sueñan con una nueva primavera en otoño y desean retrasar el invierno lo más posible en las estaciones de la vida”. Un libro estupendo (e “inspiracional”) para los que no son (ni se sienten) ni jóvenes ni viejos, sino todo lo contrario…
3. ¡Escribir!
Cuando yo era más joven (si cabe) y aún no sabía que a escribir novelas solo se aprende escribiéndolas (y pare usted de contar), me compraba todos los libros que, en su título o paratextos, prometían enseñar a hacerlo. Todavía conservo una segunda fila de mi atrabiliaria biblioteca repleta de libros en tres idiomas que pretenden desvelar todos los secretos del arte de la narración o, lo que es aún más importante (y, desde luego, inefable), cómo conjurar el impulso que incita a uno a contar una historia a partir de lo que lleva en su interior, pero no lo sabe. Conozco a bastantes jóvenes lectores —uno se da cuenta enseguida de la comezón que reconcome— convencidos de que a ellos/ellas ya no les basta con leer historias, y de que desean escribirlas. Precisamente a ellos se dirige Por qué llora la maestra (Kalandraka), de Gonzalo Moure, que es una especie de larga carta dirigida a todos los que sienten la pasión de expresarse por medio de historias inventadas. No es un libro de instrucciones, sino un monólogo abierto de quien sabe mucho de ese oficio que, como afirma Mónica Rodríguez en su posdata, “es una carrera de fondo”.
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