Cuestión de tiempo: el ‘boom’ del dibujo durante la pandemia
La cultura contemporánea nos obliga a vivir el presente y escribir, a la vez, su propia historia, lo que ha favorecido la actual explosión de ilustraciones
Como sabía Napoleón, los acontecimientos de la historia moderna no solo se padecen, sino que se producen, y esta consideración suya quizá supere en penetración a la famosa máxima de Hegel, su contemporáneo, cuando observaba en la lectura de los periódicos, es decir, de los textos que produce y a los que se refiere el presente sucesivo de esa historia, la auténtica “oración matinal del hombre moderno”.
Lo producido por los artistas y los escritores a cuento de la pandemia ha sido y sigue siendo una avalancha. Diarios (y, en el peor de los casos, dietarios), novelas, ensayos naturalmente pegados con adhesión de almanaque a la puntualidad de las fechas, películas, series de televisión, videojuegos y, por lo visto, una auténtica sarta de exposiciones dedicadas, en concreto, al dibujo proliferan. Con todo, si acontecimientos del tipo del que hemos padecido tuvieran un mero radio local —un seísmo, una plaga, un golpe de Estado—, apenas nadie hubiese reclamado representaciones inmediatas; ningún artista o escritor se hubiera puesto, bajo su inspiración, manos a la obra. Para que un hecho acceda como histórico al rango de la representación cultural hacen falta además otras dos cosas: que sea general —si es posible, mundial, planetario— y que resulte de percepción específica en la comunidad de lo colectivo (si se tratara de un acontecimiento privado, los tiempos culturales que corren, eminentemente sociales, colaborativos y neoengagés lo tomarían por no representativo, es decir, por no representable).
Aunque Walter Benjamin exigiera distancia para la mera existencia de la crítica de arte, precisamente los hechos actuales y su apabullante lectura instantánea han determinado no solo que la crítica no pueda existir (al menos en la modalidad que pensaba Benjamin), sino que un hecho como la pandemia de la covid-19, caracterizado por los tres ingredientes (la expansión mundial, su percepción colectivizada y la estricta instantaneidad de su representación), haya empujado a los creadores con una urgencia de testigos evangélicos. Aun así, de esas tres condiciones de la vividura del tiempo contemporáneo, y como sucedía con las características del amor descritas por san Pablo, la que más importa es la última.
La urgencia de los artistas, los museos o las editoriales tiene que ver, es verdad, con elementos menos especulativos; por ejemplo, con la necesidad de proveer a un sistema de producción irrefrenable y de caducidad vertiginosa. Pero también a un fondo de la cuestión mucho más profundo. Claire Gilman, una de las comisarias de la exposición que, hasta hace unas semanas, reunió a 100 artistas en el Drawing Center de Nueva York, ha apelado a una lógica quizá demasiado simple: el dibujo brota de la intimidad y, por tanto, la reclusión del artista en un mínimo espacio solitario en el que el viaje inmóvil, como decía Lezama, es el único posible resulta su perfecto clima propicio.
Al pensarlo vemos enseguida al artista junto a la mesa de la cocina, con un lápiz sobre el papel de la vuelta de una hoja del calendario, sin poder desplazarse a su amplio estudio, quizás en otra ciudad. Casi no nos hemos percatado del absurdo argumentativo. ¿Qué creemos que es un dibujo? ¿Una cosa pequeña, frágil, hecha en negro con un lapicero en un papel? El título de la exposición es más elocuente: 100 Drawings from Now. Lo que cuenta en esta exposición y en la, digámoslo así, contemporánea política del tiempo es justamente eso: que las representaciones hayan sido producidas from now y con ellas el tiempo mismo. Conocí a un crítico de arte a quien le parecía que Ludwig Kirchner dibujaba mal. Para entonces, el dibujo había dejado por completo de ser un elemento preparatorio de otra cosa; era ya una modalidad, si se quiere un género con entidad independiente. ¿Qué entendería aquel crítico por dibujar, y por hacerlo mal, en el caso de Kirchner?
El Musac de León reúne en su ‘Archivo covid-19′ materiales que no pertenecen al arte, sino a los hechos
En España, los papeles de Guillermo Martín Bermejo, los de Nuria Vidal, los de Fernando Martín Godoy o Pedro Morales, las pinturas con las que Antonio Ballester ha evocado al Palencia o al Alberto de Vallecas comparten con los poemas escritos y dibujados de Joan Miró (se pueden ver ahora mismo en la Fundación Mapfre, en Madrid) una comunidad tácita, cuya descripción completa, sin embargo, nos huye. ¿Por qué es un dibujo lo que presentó Maurizio Cattelan en la exposición neoyorquina? Si no lo pensamos, lo sabemos; si quisiéramos razonarlo, se nos escaparía. Pero el argumento de la mutua determinación de pandemia y dibujo hace agua. En Instagram hay una cuenta que se denomina The Covid Art Museum, lo cual tiene mucha más lógica, aunque sea la de esa red social y no la del arte, si es que aún se diferencian. Porque se trata, eso sí, de una cuestión de tiempo. No de reunir arte, sino acontecimientos, como quería Napoleón. Y como lo hace, por ejemplo, el Musac de León con su Archivo covid-19, integrado por materiales que no pertenecen, en principio, a la producción artística ni a la representación de los hechos, sino a los hechos: folletos, hojas de citación, prospectos…
Nos damos cuenta al pensarlo del prurito urgente, angustioso, con el que la cultura contemporánea nos insta a vivir un presente permanente y efímero a la vez, en la simultaneidad de vivir el presente y escribir al tiempo su propia historia. El lapso entre ellos que es lo que hacía posible la representación, condición del arte sine qua non, y del pensamiento y de la crítica. Al menos el gran Karl Barth, una lectura hoy a todas luces intempestiva, nos animaba a leer con las dos manos, los dos tiempos —esa es la tensión de lo moderno—, a la vez los periódicos y la Biblia.
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