El viaje es el dispositivo
En la isla de Santa Clara, en la bahía de San Sebastián, Cristina Iglesias ha creado una escultura en la que el tiempo queda definido por la experiencia del trayecto
Hondalea (“abismo marino”) es un arpa de bronce, el orificio por donde respira la ballena jorobada. También un recuerdo de que hace unos cuantos miles de años el nivel del mar estaba a 120 metros por debajo de donde se encuentra ahora. La sola idea de resbalar y caernos en él provoca pesadillas. Aun así, su mar de espuma y su vegetación rocosa adquieren formas familiares que queremos descifrar y entender.
La sima que guarda la casa del faro, en la isla de Santa Clara de San Sebastián, parece que tenga una profundidad infinita a pesar de sus pocos metros de altura. Por su enorme tamaño y su complicada localización, la única forma de contemplarla es viajar hacia ella y habitarla, como quien habita el espacio de su propio cuerpo. No hay un núcleo absoluto, pues aunque hay un destino último —una gruta hecha con toneladas de bronce en lo alto de una isla que antiguamente sirvió de lugar de confinamiento y sanación— el espacio no lo podemos ocupar, solo rodearlo e imaginar su grado de disrupción, pues mantiene una distancia física con las piezas, más inequívocas, de los tres patriarcas de la escultura vasca: Peine del viento, de Eduardo Chillida; Paloma de la paz, de Néstor Basterretxea, y Construcción vacía, de Jorge Oteiza. De hecho, solo cuando abandonamos el espacio interior y miramos hacia la bahía podemos tener una idea de la pieza completa. Esta situación excéntrica es también la de nuestras fantasías con relación a la obra, que en realidad es una sucesión de momentos a través del espacio y el tiempo.
Igualmente, Hondalea es, en sí misma, un debate sobre la escultura en nuestro tiempo, sobre la auténtica naturaleza de una obra en un sitio específico y cómo es —o debería ser— la experiencia que provoca. No se trata de plantear ahora una crítica normativa sobre los nuevos formatos al alcance de todo artista, la mayoría “especies de espacios” adaptados a las muy variadas y rentables formas de espectacularización, sino de intentar definir los medios específicos y las condiciones —cada vez más sociales— que crean nuevos significados.
Un primer dictamen, el más clásico posible desde Gotthold Lessing, es que la escultura es un volumen que afecta a una extensión espacial, aunque, añade, “la obra también existe en el tiempo”. A partir de la escultura moderna, el asunto nos fuerza a hablar más de la percepción del espectador: la obra tiene una duración formal y psicológica, puede cambiar según la luz, el clima, la erosión, su carácter relacional. Ahí donde confluye el reposo y el movimiento está la “pieza”, tanto si el artista quiere ordenar unas olas de plomo endurecidas (Richard Serra) como si pretende que la ocupemos en su recurrente descentramiento (los earthworks de Robert Smithson) o la conformamos nosotros mismos como un “pasaje” (Dani Karavan, in memoriam).
Hartos estamos del recurso del “sitio específico”, últimamente parece que toda intervención o monumento más allá del cubículo blanco debiera ser un site, palabra que ni el calentamiento global logrará fulminar. Nos han cambiado el clima. Los árboles se secan y no dan frutos, los mosquitos desaparecen, los cazadores no saben que están matando a los últimos ejemplares. Llega la sexta extinción masiva y todavía las últimas buenas previsiones no vienen de los científicos, sino de los artistas que invaden las calles y los parques con sus condenados sites. Los geólogos nos alertan de la acidificación de los océanos, pero nadie advierte del grado de acidez de las incontables figuras humanas que contaminan el espacio de todos.
No así las esculturas líquidas de Cristina Iglesias —Estancias sumergidas, 2010 (mar de Cortés); Tres aguas, 2014 (Toledo); Forgotten Streams, 2017 (Londres); Inner Landscape (the Lithosphere, the Roots, the Water), 2020 (Houston), por citar las recientes—, que comparten un parecido vocabulario de formas vegetales modeladas en bronce, estancias, celosías que tejen historias, cobres, alabastros y espejos. No son monumentos, pues carecen de retórica, de idealismo, pueden obstruir un lugar determinado, lo incomodan, son un cuerpo que tras su superficie material esconde un interior fascinador o siniestro, un inquietante cuento de hadas. Y ciertamente, como una pintura, se produce frente a ellas una analogía entre las emociones del artista y el interior ilusionista del cuadro.
Esto es precisamente lo que provoca la casa del faro (al contrario de lo que nos dicen, la casa nunca es un lugar seguro), donde la artista donostiarra deja cada marca del paisaje geológico sobre lo que parece un lienzo, convertido en abismo subterráneo. El espectador camina sobre él a través de una pasarela, escucha las corrientes del agua en un silencio monacal (las cubiertas de alabastro de los ventanales intensifican este recogimiento). No hay intemporalidad, ni naturaleza definitiva.
Hay un punto medio entre la escultura para el sitio y las formas replicadas, y ese lugar está en el tiempo. El viaje es el dispositivo, y la escultura está presente en cada momento, desde que el visitante toma el barco hacia la isla y después un sendero le conduce al edificio donde está la pieza, con los flujos y reflujos “trabajando” independientemente de las tensiones reales o psicológicas que pueda haber en el exterior.
Lo demás queda en la infinitud del horizonte, entre el agua y el cielo. Hacia allí, mientras tanto, señala el faro.
‘Hondalea’. Cristina Iglesias. Isla Santa Clara. Museo San Telmo. San Sebastián.
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