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Tribuna
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Enseñar a transgredir

Hay una grave crisis en la educación: es frecuente que los estudiantes no quieran aprender y los profesores no quieran enseñar. La solución pasa por entender la enseñanza como una práctica de libertad

La escritora bell hooks firma un libro a un niño en Hyattsville (Maryland), en 2003.
La escritora bell hooks firma un libro a un niño en Hyattsville (Maryland), en 2003.The Washington Post (GETTY IMAGES)

En las semanas previas a que el Departamento de Filología Inglesa del Oberlin College decidiera si me concedía o no la plaza, me asediaron sueños de fuga —de desaparición; sí, incluso de muerte—. Estos sueños no respondían al miedo a que no me concedieran la plaza. Respondían a la posibilidad de que me la concedieran. Tenía miedo de verme atrapada en el mundo universitario para siempre.

Cuando obtuve la plaza, en lugar de regocijarme, caí en una depresión profunda y potencialmente fatal. Como todas las personas que me rodeaban estaban convencidas de que debería sentirme aliviada, entusiasmada, orgullosa, me sentía “culpable” de mis “verdaderos” sentimientos y no podía compartirlos con nadie. El circuito de conferencias me llevó a la soleada California y al mundo new age de la casa de mi hermana en Laguna Beach, donde pude relajarme durante un mes. Cuando compartí mis sentimientos con mi hermana (es terapeuta), me aseguró que eran totalmente adecuados, porque, dijo, “nunca quisiste ser profesora. Desde que éramos pequeñas, lo único que querías hacer era escribir”. Tenía razón. Todo el mundo había dado por sentado siempre que me haría profesora. En el Sur de la segregación racial, las niñas negras de origen obrero teníamos tres trayectorias posibles. Nos podíamos casar. Podíamos servir en una casa. Podíamos ser maestras de escuela. Y como, de acuerdo al pensamiento sexista de la época, los hombres no deseaban en realidad a las mujeres “listas”, se daba por sentado que cualquier señal de inteligencia sellaba el sino de una mujer. Desde la escuela primaria, estuve destinada a ser profesora.

Pero el sueño de hacerme escritora siempre estuvo presente en mí. Desde la infancia, creí que enseñaría y escribiría. Escribir sería el trabajo serio, mientras que enseñar sería el "empleo" no-tan-serio-que-necesito-para-ganarme-la-vida. Escribir, creía entonces, tenía que ver enteramente con un anhelo privado y con la gloria personal, mientras que enseñar estaba relacionado con el servicio, con la devolución a tu comunidad. Para la gente negra, enseñar (educar) era un acto fundamentalmente político, porque estaba arraigado en la lucha antirracista. De hecho, mis colegios de primaria solo para niños y niñas negros se convirtieron en el lugar donde viví el aprendizaje como revolución.

Para la gente negra, enseñar era un acto fundamentalmente político. Mis colegios de primaria solo para niños y niñas negros fueron el lugar donde viví el aprendizaje como revolución

Casi todas nuestras maestras en Booker T. Washington eran mujeres negras. Se dedicaban a nutrir nuestro intelecto de manera que pudiéramos ser investigadores, pensadores y trabajadores culturales —personas negras que utilizáramos nuestra “mente”—. Aprendimos pronto que nuestra devoción por el aprendizaje, por una vida de la mente, era un acto contrahegemónico, una manera fundamental de resistir a cualquier estrategia de colonización racista blanca. Aunque mis maestras no definían ni expresaban estas prácticas en términos teóricos, estaban desarrollando una pedagogía revolucionaria de resistencia que era profundamente anticolonial. Dentro de estos colegios segregados, los niños y niñas negros eran considerados excepcionales, talentosos, recibían una atención especial. Las maestras trabajaban con y para nosotros, para asegurar que realizaríamos nuestro destino intelectual y, al hacerlo, elevaríamos la raza. Mis maestras tenían una misión.

Para cumplir con esa misión, mis maestras se cercioraban de "conocernos". Conocían a nuestro padre y a nuestra madre, nuestro estatus económico, el lugar al que íbamos a rezar, cómo eran nuestros hogares y qué trato recibíamos en la familia. Fui al colegio en un momento histórico en el que me daban clase las mismas maestras que habían dado clase a mi madre, a mis hermanas y a mis hermanos. Mis esfuerzos y mi capacidad de aprender siempre estaban contextualizados dentro del marco de la experiencia familiar generacional. Determinados comportamientos, gestos, maneras de ser podían entenderse buscando claves en la historia familiar.

Ir al colegio en aquellos años era un auténtico regocijo. Me encantaba ser una estudiante. Me encantaba aprender. El colegio era el lugar del éxtasis: placer y peligro. Cambiar por la fuerza de las ideas era puro placer. Pero aprender ideas que contradecían los valores y las creencias que aprendías en casa era ponerse en riesgo, entrar en una zona de peligro. Mi casa era el lugar donde estaba obligada a adecuarme a la imagen que otras personas tenían sobre quién y qué debía ser yo. La escuela era el lugar donde podía olvidarme de ese yo y, a través de las ideas, reinventarme.

La escuela cambió por completo con la integración racial. Atrás quedaba el celo mesiánico por transformar nuestras mentes y nuestro ser que había caracterizado a las maestras y sus prácticas pedagógicas en nuestros colegios solo para niños y niñas negros. El conocimiento, de repente, solo consistía en información. No tenía ninguna relación con cómo vivíamos o con cómo nos comportábamos. Ya no estaba conectado con la lucha antirracista. Transportados en autobús a colegios blancos, pronto aprendimos que lo que se esperaba de nosotros era obediencia, no una ferviente voluntad de aprender. Demasiado afán por aprender podía interpretarse fácilmente como una amenaza a la autoridad blanca.

Transportados en autobús a colegios blancos, pronto aprendimos que lo que se esperaba de nosotros era obediencia, no una ferviente voluntad de aprender

Cuando accedimos a escuelas blancas, desegregadas, racistas, dejamos atrás un mundo en el que las maestras creían que educar adecuadamente a niños y niñas negros requería un compromiso político. Ahora nos daba clase un profesorado blanco cuyas lecciones reforzaban los estereotipos racistas. Para la infancia negra, la educación dejó de estar relacionada con la práctica de la libertad. Al constatar esto, perdí el amor por la escuela. El aula ya no era un lugar de placer o éxtasis. La escuela seguía siendo un lugar político, puesto que teníamos que contrarrestar todo el tiempo las presuposiciones racistas blancas de que éramos genéticamente inferiores, de que nunca seríamos tan competentes como nuestros compañeros blancos, incluso de que éramos incapaces de aprender. Sin embargo, la política ya no era contrahegemónica. Estábamos siempre y únicamente respondiendo y reaccionando a la gente blanca.

El cambio de los amados colegios solo para niños y niñas negros a las escuelas blancas —donde el estudiantado negro siempre era visto como intruso, no realmente como parte— me enseñó la diferencia entre la educación como práctica de libertad y la educación que solo trata de apuntalar la dominación. La excepcional existencia de algún profesor blanco que se atrevía a resistir, que no permitía que los prejuicios racistas determinaran la manera de enseñarnos, sostenía la creencia en que el aprendizaje, en su máxima expresión, podía en efecto liberar. Algunos profesores negros nos habían acompañado en el proceso de desegregación. Y, aunque era más difícil, seguían nutriendo a las y los estudiantes negros, aun cuando sus esfuerzos se veían constreñidos por la sospecha de que favorecían a su raza.

A pesar de la intensa negatividad de estas experiencias, terminé el colegio aún con la convicción de que la educación era posibilitadora, que aumentaba nuestra capacidad de ser libres. Cuando empecé mis estudios de grado en la Universidad de Stanford, estaba fascinada por la posibilidad de convertirme en una intelectual negra rebelde. Me sorprendió e impactó asistir a clases donde a los profesores no les entusiasmaba enseñar, donde no parecían estar al tanto de que la educación consistía en una práctica de libertad. En mi paso por la facultad, se reforzó la lección primaria: lo que debíamos aprender era obediencia a la autoridad.

Me sorprendió e impactó asistir a clases donde a los profesores no les entusiasmaba enseñar, donde no parecían estar al tanto de que la educación consistía en una práctica de libertad

Durante mis estudios de grado, el aula se convirtió en un lugar que detestaba, pero donde, a pesar de todo, bregaba por reclamar y mantener mi derecho a ser una pensadora independiente. La universidad y el aula empezaron a parecerme más una cárcel, un lugar de castigo y confinamiento, que un espacio de promesa y posibilidad. Escribí mi primer libro mientras estudiaba el grado, aunque no se publicaría hasta años después. Estaba escribiendo, pero, además, algo más importante: me estaba preparando para ser profesora.

Aceptando la profesión docente como destino, me atormentaba la realidad del aula que había conocido como estudiante de grado y de postgrado. La mayor parte de nuestro profesorado carecía de habilidades comunicativas básicas, no se sentía realizado y con frecuencia utilizaba el aula para desplegar rituales de control que estaban hechos de dominación y ejercicio injusto del poder. En estos escenarios, aprendí mucho sobre el tipo de profesora en el que no quería convertirme.

Cuando entré en mi primera aula de grado a enseñar, me apoyé en el ejemplo de aquellas maestras negras llenas de motivación de mi colegio de primaria, en la obra de [Paulo] Freire y en el pensamiento feminista sobre la pedagogía radical. Deseaba apasionadamente enseñar de otra manera a como me habían enseñado desde la secundaria. El primer paradigma que configuró mi pedagogía era la idea de que el aula debería ser un lugar emocionante, nunca aburrido. Y, si se imponía el aburrimiento, entonces había que desplegar estrategias pedagógicas que intervinieran, alteraran e incluso perturbaran la atmósfera. Ni la obra de Freire ni la pedagogía feminista analizaban la noción de placer en el aula. La idea de que el aprendizaje debía ser emocionante, a veces incluso "divertido", ocupaba los debates críticos de la bibliografía docente sobre las prácticas pedagógicas en la escuela primaria y a veces también en los centros de educación secundaria. Pero no parecía haber ningún interés ni entre los docentes tradicionales ni entre los radicales por debatir el papel de la emoción en la educación superior.

Se percibía que la emoción tenía un potencial perturbador de la atmósfera de seriedad que se suponía esencial para el proceso de aprendizaje. Entrar en el aula en escuelas superiores y universidades con la determinación de compartir el deseo de incentivar la emoción era transgredir. Para generar emoción no solo había que moverse más allá de las fronteras de lo aceptable, sino que era preciso reconocer hasta las últimas consecuencias que no podía haber en ningún caso una programación absolutamente fija que gobernase las prácticas docentes. Las programaciones debían ser flexibles, debían permitir cambios de rumbo espontáneos. Las y los estudiantes tenían que ser vistos en su particularidad, como individuos (en esto me inspiraba en las estrategias que utilizaban mis maestras de primaria para conocernos), y había que interaccionar con ellos de acuerdo a sus necesidades (aquí Freire resultaba útil). La reflexión crítica sobre mi experiencia como estudiante en aulas aburridas me permitía no solo imaginar que el aula podía ser emocionante, sino que esta emoción podía coexistir con el compromiso intelectual o académico serio e incluso estimularlo.

Cualquier pedagogía radical debe insistir en que se reconozca la presencia de todas y cada una de las personas que están en el aula. Tiene que haber un reconocimiento constante de que todas influyen en la dinámica del aula

Pero la emoción hacia las ideas no bastaba para crear un proceso de aprendizaje emocionante. Como comunidad de aula, nuestra capacidad de generar emoción se ve muy influida por nuestro interés mutuo, por el interés en escuchar la voz del otro, en reconocer su presencia. Como la amplia mayoría de estudiantes aprenden a través de prácticas educativas tradicionales y conservadoras y solo se preocupan de la presencia del profesor, cualquier pedagogía radical debe insistir en que se reconozca la presencia de todas y cada una de las personas que están en el aula. Esta insistencia no puede quedarse en un enunciado. Hay que demostrarla mediante prácticas pedagógicas. Para empezar, el profesor, la profesora, debe valorar de manera genuina la presencia de todo el estudiantado sin excepción. Tiene que haber un reconocimiento constante de que todos y todas influyen en la dinámica del aula, que todo el mundo aporta. Estas aportaciones son recursos. Utilizados de un modo constructivo, aumentan la capacidad de cualquier clase de crear una comunidad de aprendizaje abierta.

Con frecuencia, antes de que se pueda poner en marcha este proceso, tiene que haber algún tipo de deconstrucción de la idea tradicional de que solo el profesor es responsable de la dinámica del aula. Esa responsabilidad está en relación con el estatus. De hecho, el profesor o profesora siempre será más responsable, porque las estructuras institucionales más amplias siempre garantizarán que sea él o ella quien tenga que responder por lo que sucede en el aula. Pero no es habitual que un profesor, por buen orador que sea, pueda generar, a través de sus acciones, suficiente emoción para crear un aula emocionante. La emoción se genera a través del esfuerzo colectivo.

Hay una grave crisis en la educación. Es frecuente que los estudiantes no quieran aprender y los profesores no quieran enseñar. Como nunca antes en la historia reciente de esta nación, las y los docentes estamos obligados a enfrentarnos a los sesgos que han configurado las prácticas docentes en nuestra sociedad y a crear nuevas formas de conocer, estrategias diferentes para compartir el conocimiento. No podemos encarar esta crisis si las y los pensadores críticos progresistas y quienes se dedican a la crítica social actuamos como si la enseñanza no fuera un asunto digno de nuestra consideración.

El aula sigue siendo el espacio de posibilidad más radical del mundo universitario. Durante años, ha sido un espacio en el que la educación se ha visto socavada por profesores y estudiantes, que trataban de utilizarla, unos y otros por igual, como plataforma de intereses oportunistas en vez de como un lugar para aprender. (...) Sumo mi voz al llamamiento colectivo por una renovación y por un rejuvenecimiento de nuestras prácticas docentes. Instándonos a todos nosotros a abrir nuestras cabezas y corazones para que podamos conocer más allá de las fronteras de lo aceptable, para que podamos pensar y repensar, para que podamos crear nuevas visiones, celebro esa manera de enseñar que activa transgresiones —un movimiento contra y más allá de las fronteras—. Ese movimiento es el que hace de la educación una práctica de libertad.

bell hooks, que escribe su nombre en minúscula, es el seudónimo de la autora, profesora y activista estadounidense Gloria Jean Watkins. Este texto está extraído del prólogo de ‘Enseñar a transgredir. La educación como práctica de libertad’ (Capitán Swing), que se publica este martes.


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