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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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¡Vamos a la guerra!

Las cosas están sucediendo a una velocidad tan vertiginosa y acuciante que, como le ocurría al Espronceda de A Jarifa en una orgía, “en un mar de lava hirviente / mi cabeza siento arder”

Manuel Rodríguez Rivero
'Mao', de Andy Warhol.
'Mao', de Andy Warhol.ALAMY

1. Sopa de gansos

Las cosas están sucediendo a una velocidad tan vertiginosa y acuciante que, como le ocurría al Espronceda de A Jarifa en una orgía, “en un mar de lava hirviente / mi cabeza siento arder”. No para uno de sobresaltos y conmociones. En mi caso, esta situación de permanente inestabilidad y diaria sorpresa (quienes piensan que la democracia es aburrida no han vivido sus vértigos de montaña rusa) me ha provocado pasar, sin solución de continuidad, de la hipogeusia (pérdida de sabor) causada por la enfermedad que nos ocupa a una feroz bulimia que no hay paella de bogavante que pueda satisfacer. Ahora, con todos los partidos en liza revolucionados y una densidad de tránsfugas políticos por kilómetro cuadrado como no se había visto desde la Restauración, el disparatado entusiasmo electoral me recuerda el surrealista festejo que se monta en el Parlamento de Freedonia (Sopa de Ganso, Leo McCarey, 1933) cuando su presidente, Rufus T. Firefly (Groucho Marx) y el resto de los parlamentarios celebran la ruptura de hostilidades con la vecina Sylvania al grito entusiasta de “¡Vamos a la guerra!”.

Aquí lo que nos falta es un personaje con el verbo y la gracia de Groucho, porque al aún vicepresidente del Gobierno se le ha visto demasiado su personal plumero salvaculos en un momento en que las encuestas revelan el descenso de influencia de su partido y la falta de simpatías que en la propia izquierda (de la derecha, cada vez más derechona y fascistoide, ni hablo) suscita su modo de ejercer el liderazgo, así como la unanimidad norcoreana con la que es soportado por los afiliados. Y conste que, como en otra hilarante escena de la misma película, el señor Iglesias parece estar interpretándose a sí mismo ante un espejo. Y es que, como al infante del célebre stade du miroir de Lacan, la contemplación por primera vez en su vida de su propia imagen reflejada en el espejo le llena de entusiasmo y, poco después, de frustración (lo que ve es él, pero, a la vez, no es él). Lo de acercarse a Errejón en plan “pelillos a la mar” y aquí no ha pasado nada se ha parecido demasiado a lo que el gran Baltasar Gracián atribuía al hombre astuto: “Dissimulan el intento para conseguirlo y pónese segundo para que en la execución sea primero”. Y Gracián aconseja a sus posibles víctimas: “Advierta la cautela el artificio con que llega y nótele las puntas que va echando para venir a parar al punto de su pretensión” (Oráculo manual y arte de prudencia; aforismo 215). Como ven, todo está en los clásicos.

2. Ojos cerrados

En Pueblo Chico, el lugar donde transcurre Los ojos cerrados (Galaxia Gutenberg), la última novela de Edurne Portela (Santurtzi, 1974), “la frontera entre estar y no estar, entre vivir y desaparecer no siempre se situaba en el mismo lugar”. En ese ámbito incierto viven y mueren, a lo largo de cuatro décadas, personajes marcados por la tragedia, la violencia, el desarraigo, el abandono, el maltrato y la exclusión, pero también por la memoria: asuntos todos explorados anteriormente por Portela en ensayos (El eco de los disparos) y novelas (Formas de estar lejos) publicados en la misma editorial. El pueblo y la sierra que lo rodea —unos montes de ominosa frondosidad— guardan secretos tremendos que los más viejos (Pedro, Teresa, Adela) transmiten de alguna manera a los que aún no lo son.

Ariadna, que llega al pueblo en pos de sus orígenes, va conociendo el qué y el quién al mismo tiempo que el lector; pero su hambre de conocer le cuesta perder a su pareja, incapaz de compartir la nueva vida. Esta novela hermosa y poco complaciente con el lector (que tiene que desentrañar la historia a partir de narradores volátiles y no siempre fiables) nos habla de fantasmas enquistados y de traiciones, de culpabilidades y miedos que se remontan a un pasado lejano y guerrero, pero que se prolongan como una maldición. En Pueblo Chico encuentro a veces ecos de la Comala de Rulfo, y, en algunos personajes, el recuerdo del Benjy Compson de Faulkner y del Azarías de Delibes. Pienso, como única pega, que las elipsis narrativas no siempre están eficazmente resueltas, de ahí cierto apresuramiento “explicativo” en los últimos capítulos. Pero, por encima de todo, se trata de una novela ambiciosa, arriesgada, valiente.

3. Maoísmos

Una de las cosas que más sorprenden del muy extenso y documentado Maoísmo. Una historia global (Debate), de Julia Lovell, es la intensidad y fuerza con que un cuerpo de ideas tan contradictorias —y chocantes con la tradición del marxismo-leninismo— pudo conseguir en poco tiempo influencia tan global. Y no solo en el Tercer Mundo, donde el campesinado, el nuevo sujeto protagonista de la Revolución según Mao Zedong, era mayoritario, sino también en los países desarrollados, en los que, frente al descrédito del “revisionismo” soviético, millares de universitarios y trabajadores revolucionarios adoptaron con entusiasmo el maoísmo y trataron de adaptarlo a sus condiciones nacionales.

En muchos lugares se fundaron o refundaron partidos comunistas (a menudo con financiación china), y el estudio y la discusión de las obras del Gran Timonel se convirtieron en la casi exclusiva inspiración de los militantes. Aunque Lovell hace remontar sus orígenes a los años treinta, el gran impacto del maoísmo tuvo lugar a partir de la fundación de la República de China (1949) y, en Europa Occidental, de la irradiación de la Revolución Cultural (1966-1976). Lovell, una historiadora conservadora, recorre de manera amena y documentada cómo se sustanció ese impacto no solo en las luchas anticoloniales y de liberación (particularmente interesante es el capítulo dedicado a Sendero Luminoso), sino también en la posición política de no pocos intelectuales de los años sesenta y setenta.


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