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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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En el oscuro valle

Son muchos los observadores que han señalado puntos de contacto entre nuestro tiempo y aquel “valle oscuro” que caracterizó los años treinta del siglo pasado

Manuel Rodríguez Rivero
Los actores Richard Burton y Claire Bloom, en 'El espía que surgió del frío'.
Los actores Richard Burton y Claire Bloom, en 'El espía que surgió del frío'.cola images

1. Espías

Son ya muchos los observadores y comentaristas que han señalado puntos de contacto entre nuestro tiempo y aquel “valle oscuro” (The Dark Valley; Jonathan Cape, 2000) con el que el historiador Piers Brendon caracterizó su estupendo (y nunca traducido al español) panorama de los años treinta del siglo pasado. Aunque los europeos están hoy muy lejos de experimentar la subversión de los valores democráticos y la intensidad del desarraigo y la pérdida de ilusiones que siguieron a la gran carnicería de 1914-1918 y al desastre económico y social causado por la Gran Depresión, lo cierto es que el nuevo milenio ha sido pródigo en inquietantes acontecimientos y cambios en la relación de fuerzas que han traído consigo, entre otras consecuencias, el descrédito de los principios democráticos y la reaparición, más o menos remozada, de irredentismos nacionalistas y de ideologías totalitarias.

Los años treinta, con la pugna feroz entre el comunismo y el fascismo y la multiplicación de los focos de tensión de uno a otro extremo del planeta, fueron creando, de modo que hoy se nos antoja casi inevitable, el sustrato de una tensión insoportable que acabaría estallando en una nueva guerra universal. En ese clima de sospecha y recelo internacional e interior, el espionaje se convirtió en un elemento esencial de la lucha política y diplomática. La Internacional Comunista, que había pasado de defender la revolución mundial (1919-1923) a convertirse sobre todo en un eficaz instrumento de defensa y consolidación de la Unión Soviética, creó muy pronto su red de espías. Jan Kárlovich Berzin, discípulo de Félix Dzerzhinski, creador de la Cheka, fue el primer “reclutador” de espías para el Cuarto Departamento, la sección de espionaje de la inteligencia militar.

En aquella época, y durante toda la década siguiente, el Partido (con mayúscula) representaba para los convencidos la encarnación de la idea revolucionaria en la historia, y para ayudar al gran parto revolucionario todo valía. Los periodistas, cercanos por su trabajo a los diferentes círculos de poder, fueron particularmente susceptibles de ser reclutados. Ahí tienen, por ejemplo, a Arthur Koestler, que en 1931 compartía célula comunista con gentes como Wilhelm Reich o con el historiador Ernst Kantorowicz (Los dos cuerpos del rey, 1951). Ahora Crítica, la editorial que sigue dirigiendo Carmen Esteban, aunque con menos brillo programador que hace unos años, publica Un espía impecable, de Owen Matthews, una fascinante y muy legible biografía de Richard Sorge (1895-1944), quizás el mejor y más eficaz representante de la edad de oro del espionaje. Sorge fue el arquetipo de todos los espías de la Guerra Fría: seductor, mujeriego, manipulador, fanatizado, su cercanía a los más altos centros de poder (Alemania, China, Japón) le colocó en una situación privilegiada como informador.

Creador, entre otras cosas, de la importantísima red del espionaje soviético en Japón (1940-1944), fue capaz de anunciar el comienzo de la Operación Barbarroja (invasión de la URSS) y, de paso, garantizar a los soviéticos (a pesar de la reticencia con que fueron recibidas sus revelaciones) de que los japoneses “no tenían ninguna intención” de atacar Siberia, lo que dejaba a Stalin las manos libres para llevar al frente occidental grandes contingentes de tropas allí estacionadas. Sorge, el ejemplo más cabal de la especie de Homo clandestinus frecuente en los años treinta, fue un perfecto apparátchik, cuyo cinismo narcisista marchó siempre parejo a su total dedicación a la causa comunista. Finalmente descubierto, detenido y torturado por los japoneses, fue ajusticiado en la prisión de Sugamo en noviembre de 1944. Los soviéticos, que se negaron durante mucho tiempo a reconocer su condición de espía al servicio de la URSS, no lo rehabilitaron hasta 1964.

2. Felicidad

A la hora de referirse a la felicidad (vaya usted a saber qué cosa sea), casi todo el mundo se pone de acuerdo: la búsqueda de la felicidad es una de las principales fuentes de infelicidad o, dicho de otra forma (según John Stuart Mill), en cuanto uno se pregunta si es feliz, deja de serlo. La felicidad es siempre más alta que larga, no dura y nunca podemos saber si somos felices, sino quizás solo recordar que lo fuimos. En cuanto a las formas que reviste o los motivos a los que se agarra, son infinitos; imaginen un buen polvo (aquel polvo increíble, dan ganas de llorar de felicidad recordándolo), la amistad, una reconciliación, la virtud (de los otros), el conocimiento, el bien o las infinitas formas de belleza: la primera vez que uno leyó Gato bajo la lluvia, de Hemingway, o que vio El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz, o que escuchó Lover man por Billie Holiday. Para abrirse camino en la filosofía de la felicidad les recomiendo un hermoso librito que acaba de publicar Reino de Cordelia (edición de Arturo Echavarren): Defensa de la felicidad, subtitulado Alegato en favor de Epicuro, de Francisco de Quevedo, quien se basa en Séneca para reivindicar al filósofo de Samos y considerarlo poco menos que un estoico, para quien el deleite es sinónimo de frugalidad; el libro está ilustrado con planchas de Bruegel el Viejo. Por su parte, el Breve tratado sobre la felicidad (Fórcola), de Ricardo Moreno, reúne, como en diálogo imaginario, las reflexiones que suscitan al autor las opiniones que sobre tan escurridizo sujeto han emitido algunos de los pensadores (de Demócrito a Octavio Paz) a lo largo del tiempo.

3. Cosas

Extraño país este en el que aún nadie ha revocado el Premio Ondas concedido (2009) por los profesionales de la comunicación al rey indiscutible de la basura televisiva, o en el que el vicepresidente del Gobierno sigue aferrándose a su patético bolígrafo-cetro tras poner en cuestión la calidad del sistema democrático que le permite decir boberías. Ganas tenía de decirlo.

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