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IDA Y VUELTA
Columna
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Lo que aquí se puede hacer

Jaime Salinas tenía el don de los mejores memorialistas, que es el de observarlo todo sin el estorbo del egocentrismo

José García-Velasco, Carmen Romero, Jaime Gil de Biedma y Jaime Salinas en la Residencia de Estudiantes en 1988.
José García-Velasco, Carmen Romero, Jaime Gil de Biedma y Jaime Salinas en la Residencia de Estudiantes en 1988.Archivo Residencia de Estudiantes
Antonio Muñoz Molina

Algunas de las personas que mejor escriben no se consideran a sí mismos escritores. Esa puede ser una gran ventaja: permite decir aquello que uno tiene que decir de la manera más directa y sin la preocupación de convertirlo en literatura. Uno de los mejores libros de memorias sobre el siglo XX español, Travesías, de Jaime Salinas, está escrito por un hombre que no se consideró nunca escritor, aunque era hijo de uno y pasó toda su vida rodeado de ellos. En Travesías, publicado en 2003, la España de los primeros años treinta, de la llegada de la guerra y del exilio en Estados Unidos está contada a través de los ojos de un niño y luego adolescente que desde muy pronto se vio a sí mismo en una posición incómoda de privilegio y de extranjería. Jaime Salinas creció en el cogollo de la cultura ilustrada española, en una casa burguesa del barrio de Salamanca en Madrid a la que acudían de visita todas las grandes celebridades literarias del país, y unas cuantas que venían del extranjero y participan del núcleo de cosmopolitismo de la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos, la Universidad de Verano de Santander. Pero por el lado de su familia materna Salinas tenía también una profunda conexión francesa, de modo que en su adolescencia americana ya era perfectamente trilingüe. Ese trilingüismo lo sentía él como un obstáculo: quien tiene desde niño tres idiomas no siente del todo como suyo ninguno: “Con respecto al hecho de escribir se me plantea un problema enorme que aún sigo arrastrando, y es que no sé cuál es mi lengua”.

Siendo hijo además de un poeta célebre, y habituado a asistir de cerca, empezando por su propia casa, al espectáculo poco edificante de las vanidades y las miserias literarias, Jaime Salinas se movía entre los escritores con una camaradería laboral y con frecuencia fraterna en la que siempre había un punto de distancia. Incluso cuando bebía mucho en las tremendas fiestas alcohólicas de los años sesenta, una parte de él se mantenía ajena y en guardia. En una carta al gran amor de su vida, Gudbergur Bergsson, en la que le cuenta la entrega del Premio Biblioteca Breve de 1962, le dice: “Bebo y bebo y muy a pesar mío no pierdo conciencia de lo que ocurre a mi alrededor”. Esa distancia instintiva es sin duda una clave del talento de Jaime Salinas, porque resume su posición en el mundo. De la seguridad de una vida de niño burgués en Madrid pasó de golpe a todas las incertidumbres del exilio, que para él tuvo menos de drama que de gran aventura. El niño español y francés se convirtió rápidamente en Estados Unidos en un adolescente americano. La fractura con su vida anterior se hizo más radical porque coincidía con otra que se estaba abriendo en el interior de la familia: la generación de los padres estaba anclada en el pasado y en la desgracia española; los más jóvenes se integraban sin lastre, con una facilidad que a sus mayores les parecería desleal, en el nuevo idioma y en el nuevo país. Y más grave aún era el choque con el padre que primero sospechaba y luego descubría, con espanto generacional y masculino, que el hijo adolescente, además de rebelde y americanizado, era homosexual.

El secreto de aquel no escritor era que nunca dejaba de escribir. Al menos dos veces a la semana, durante casi medio siglo, Jaime Salinas le escribió cartas a su amor islandés, el “Han de Islandia” que nos parecía tan misterioso cuando leíamos su nombre en las ediciones antiguas de los diarios de Jaime Gil de Biedma. El año pasado, en febrero, justo en vísperas de la pandemia, se publicó un volumen hecho sobre todo a partir de las cartas a Bergsson, y editado con admirable filología por Enric Bou. Por el trastorno de los tiempos yo lo tuve entre las manos y me distraje y no lo leí. Lo he hecho ahora, y creo que esta tardanza ha agudizado mi lectura, porque en el libro hay una melancolía española que es muy antigua y quizás incurable, y que Jaime Salinas experimentó desde los días de su primer regreso y le siguió acompañando durante cada una de sus aventuras editoriales, y en particular durante los algo más de dos años que fue director general “del Libro y de Bibliotecas”, entre 1983 y 1985, en la primera euforia de los Gobiernos socialistas. Ya en una de las primeras cartas a su familia después del regreso, el presunto desapegado da muestras de una elocuente conciencia civil: “La vida del exiliado es hoy en día una vida de lujo, un lujo que no nos podemos pasar, pues por poco, y es muy poco lo que aquí se puede hacer, hay que hacerlo, hay que pasarlo mal aquí”.

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Jaime Salinas, testigo implacable de la cultura española

Su educación internacional le permitía ver más claramente las penurias y las limitaciones del país, pero a Jaime Salinas eso no le inspiraba la arrogancia despectiva del cosmopolita, sino una vocación más decidida de hacer cosas. Su trayectoria de editor dibuja el hilo exacto de la renovación de la cultura literaria española: la primera editorial Seix Barral, con la irrupción de los escritores latinoamericanos; el Libro de Bolsillo de Alianza; Alfaguara. Y culminándolo todo, su trabajo como director general del Libro, organizando el sistema de bibliotecas públicas, favoreciendo la profesionalización de la industria editorial, las traducciones de nuestros libros a otros idiomas, la dignificación de los premios oficiales. En las cartas se ve día a día el desgaste de un esfuerzo inmenso, la sensación de luchar contracorriente, la breve alegría de las cosas logradas. En un país tan áspero, en el que todo es difícil salvo la chapucería o la desgana o el cinismo, Jaime Salinas se empeñó en editar lo mejor posible los mejores libros, en preservar un patrimonio cultural tan valioso como maltratado, en restituir una parte de la España ilustrada de sus primeros recuerdos.

Y además fue, aunque no lo supiera, o no quisiera saberlo, un escritor excelente. Tenía el don de los mejores memorialistas y autores de diarios, que es el de observarlo todo sin el estorbo del egocentrismo, el de ser sociables y curiosos y a la vez mantener una cierta distancia. Se fijaba en las arrugas profundas de la nuca afeitada de Jaime Gil de Biedma en sus últimos años, y cuando estuvo con Patricia Highsmith la retrató con un garabato fulminante: tenía “cara de caballo viejo”.

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