Todo lo que puede salir mal, sale
Como me da en la nariz que los confinamientos seguirán hasta el cuarenta de mayo, me permito recomendarles algunos métodos de enseñanza de lenguas
1. Don de lenguas
Hasta hace poco este no era un país para políglotas; y, de hecho, todavía le falta mucho para serlo. Se ha dicho que el hipertrofiado sentido del ridículo, el desfallecimiento ante la burla imaginaria han sido seculares trabas que han abortado nuestro problemático don de lenguas. O, en el extremo opuesto, quizás también lo hayan sido los resabios del orgullo de quien fue poderoso y supo imponer urbi et orbi el idioma utilizado “para hablar con Dios”; hoy día un sentimiento semejante explica el escaso interés de muchos estadounidenses por el aprendizaje de lenguas: con la propia les es suficiente para manejarse en su imperio. Pienso en ello ahora que, tras la salida del Reino Unido de la Unión, comienzan a alzarse voces chovinistas que desearían que el francés volviera a ser la principal lengua vehicular de la diplomacia europea, como lo fue durante los siglos XVIII y XIX; he llegado a leer, incluso, para apoyar la ucrónica reivindicación, el peregrino argumento de que, al fin y al cabo, “Houellebecq es el mayor novelista vivo”.
Estupideces aparte, lo cierto es que el castellano, hoy hablado por centenares de millones que constantemente lo enriquecen, no siempre ha tenido buena prensa, ni siquiera entre los maestros de la lengua. Ahí tienen, sin ir más lejos, lo que decía Galdós, por pluma de José María Bueno de Guzmán, uno de sus más libertinos (y bilingües) narradores: “Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza de poetas, oradores y pícaros, solo por estos tres grupos o estamentos ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia”. Me consta, sin embargo, que los encierros forzados por la pandemia han propiciado el estudio de idiomas. Alguien muy cercana a mí, por ejemplo, se sumerge a diario en los abismos léxicos (hiraganas y katakanas) del japonés merced a cierto método online tan malo como gratuito. Y otra amiga, más sistemática, ya va por el quinto año de chino y pronto podrá pronunciar consignas maoístas como aquella tan proletaria que llamaba a “agitar la bandera roja para oponerse a la bandera roja”, y que escuché proferir (en 1969) a un airado universitario madrileño empeñado en “desenmascarar a los revisionistas” del PCE.
Como me da en la nariz que los confinamientos (voluntarios o no) seguirán hasta el cuarenta de mayo (todo lo que puede empeorar, lo hace), me permito recomendarles, para que se entretengan, algunos de los métodos de enseñanza de lenguas que acaba de publicar las Prensas de la Universidad de Zaragoza y que les permitirán convertirse en filólogos tan afamados como el profesor Higgins de My Fair Lady. Ahí van: Introducción al griego micénico. Gramática, selección de textos y glosario, de Alberto Bernabé y Eugenio R. Luján; y los atractivos folletos ilustrados de introducción al Vascónico-Aquitano (Joaquín Gorrochategui), el Etrusco (Enrico Benelli) o el Celta Cisalpino (David Stifter). Si le cogen el gusto y quieren más, les animo a que intenten descifrar el Lineal A, la escritura aún ignota que usaban los minoicos hace casi 4.000 años. Y así, retirados en la paz de sus encierros, quizás vivan en conversación con los difuntos y escuchen con sus ojos a los muertos, como diría el poeta encerrado en su torre.
2. Viajeros
Entre las citas que Melville coloca como prefacio a su Moby Dick (esa novela a la que Kiko Amat, un maestro tan tan tan de nuestro tiempo, calificó de “tostón” en este mismo diario, hay que fastidiarse) se incluye una que atribuye a Edmund Burke y que reza: “España… una gran ballena encallada en las orillas de Europa”. A mediados del siglo XVIII, cuando el filósofo angloirlandés pudo escribir su frase, la vieja Iberia, ahora respaldada por la alianza francesa, estaba pasando a un segundo plano internacional. Y, hacia 1851 —cuando Melville publicó su obra—, ya se había convertido en esa ballena varada que los viajeros franceses y británicos en busca de exotismo gustaban recorrer para, acto seguido, escribir su travelogue.
Ahora ya no resultamos —aunque a veces nuestros políticos se empeñen en ello— un país exótico, sino una potencia turística. Claro que, con la que está cayendo, los territorios clausurados, los viajes bajo sospecha y los hoteles vacíos, todos estamos de nuevo varados en nuestras casitas esperando la vacinaçao (no se pierdan en YouTube la samba paródica de Rosana Puccia) que nos saque del encierro y traiga el fim da amargura. Más que viajar, se impone leer sobre viajes, una actividad siempre instructiva y que abre boca para planificar el futuro añorado.
Dos libros recientes pueden contribuir a la teoría y la práctica del viaje turístico (incluido su colapso actual): El selfie del mundo (Anagrama), de Marco d’Eramo, un importante ensayo sobre el turismo, su evolución, sus modalidades y su significado; y el Diccionario de turismo (Cátedra), un utilísimo instrumento terminológico elaborado por una decena de profesores de geografía en el que se analizan todos los conceptos que definen la compleja variedad de este fenómeno. Y, para los que no quieran cansarse, ni siquiera virtualmente, Mármara acaba de publicar Viajes alrededor de una habitación, que reúne el célebre “viaje” original escrito por Xavier de Maistre durante el confinamiento de 1794 y su secuela de 30 años más tarde. Esos relatos autobiográficos constituyen el modelo de esas experiencias que algunos de ustedes, mis improbables lectores, llevan garabateando o tecleando en secreto desde que empezó todo esto.
3. Comicios
Mascarilla, jeringuilla, camilla, ensaladilla, pesadilla, cabecilla, escuadrilla, alcantarilla, natilla, pacotilla, maravilla, guerrilla, marisabidilla, plantilla, peladilla, rodilla, cerilla, mantilla, cuartilla. He encontrado varios centenares de antiguos diminutivos hoy lexicalizados, pero he decidido que prefiero ocuparme de releer El mito de Sísifo (Camus), del que Literatura Random House ha rescatado la traducción de la inolvidable Esther Benítez.
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