_
_
_
_
CRÓNICA DEL CORONAVIRUS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Niebla en los ojos: metáforas contra la adversidad en tiempos de pandemia

El poeta Fernando Beltrán narra en primera persona cómo encontró en ciertas palabras una tabla de salvación durante su estancia en el hospital enfermo de coronavirus

Uno de los sanitarios que lucha contra el coronavirus en Nairobi (Kenia) con las gafas empañadas.
Uno de los sanitarios que lucha contra el coronavirus en Nairobi (Kenia) con las gafas empañadas.Brian Inganga (AP)

“Disculpe, pero con esta niebla en los ojos se me complica todo”. Esperaba la cola frente a la puerta del pan cuando escuché la frase. Alcé la vista y encontré dos pasos más allá a un hombre luchando a brazo partido ―el otro sujetaba la barra recién comprada― entre su monedero medio abierto y sus gafas empañadas por encima de la mascarilla. De regreso a casa, una y otra vez reincidían sus palabras. Su evocación, su música, su métrica: esta niebla en los ojos… El heptasílabo perfecto recién escuchado en la cola del pan. La miga por fin del poema que me traía a mal traer aquellos días, y había encontrado de pronto un final a su medida: esta niebla en los ojos. Pronunciado así, con melancolía, pero también con la convicción incurable que les hace pensar a los poetas que cinco palabras pueden decirlo todo, abarcarlo todo, contienen todo.

Luego, una vez solventadas las urgencias del poema con ese final inesperado, se me vino el pensamiento arriba, y ya no abandoné a lo largo del día esa niebla en los ojos con que me enfrenté a cada situación. A cada incomodidad también por unas gafas empañadas que antes me provocaban malestar, y ahora habían cambiado su nombre por el de niebla en los ojos. Pequeña solución al alcance. Y una de las ventajas que tiene amar y depender tanto de las palabras, que nunca son inocentes, como decía Roland Barthes. A veces se sufre por ellas. A veces abrigan. A veces curan. Recuerdo ahora el día en que me rompí algo en el hombro tras una caída tremenda, y cómo me debatía inconsolable en un ay de dolor tras acudir a urgencias, hasta que me dijeron que me había roto la escápula.

“¿Escápula, ha dicho?”, pregunté a la doctora, y con gran asombro de los allí presentes, exclamé: “¡Escápula! Qué belleza”. Era la primera vez en mi vida que escuchaba la palabra. Esdrújula tan guapa, tan poética, tan curasana para un momento como aquel, porque ahora ya todo me dolía un poco menos… Niebla en los ojos.

De regreso a casa, una y otra vez reincidían sus palabras. Su evocación, su música, su métrica: esta niebla en los ojos… El heptasílabo perfecto recién escuchado en la cola del pan

Pero no iba de palabras lo que quería compartir, sino de metáforas contra la adversidad. Metáforas en carne viva que me sostuvieron durante mi estancia por coronavirus en el hospital, intentando resistir y apoyarme en algo que me ayudara a salir adelante. Y aunque siempre pensé que la poesía es útil ―lo ha sido para mí desde que extravié mi uso de razón y elegí este oficio―, jamás hubiera imaginado que al borde del vértigo algunas metáforas podían ayudar tanto.

Lo fue aquel mirlo que se posó en el alfeizar de la ventana, y cuyo presagio tan negro y deshilachado ―no era el mirlo más aseado del mundo― me golpeó de pronto hasta que descubrí su hermoso pico naranja. Quedaba alguna esperanza. El pico era sutil, mínimo, afilado, pero de un naranja vivo. De un vivo naranja. La palabra y el color más hermosos en medio de la fiebre más negra; un pico naranja, una flecha, una señal amable apuntando al futuro.

Lo fue también la imagen del ciclista López Carril, mi héroe de adolescencia. Roto, desencajado, ascendiendo a duras penas las rampas del mítico Alpe d’Huez, con sus pulmones exhaustos. Su titánico esfuerzo por llegar arriba, coronar, agarrarse conmigo a los hierros de la cama, como él se agarraba a su manillar. Sacar fuerzas, ganas, aire de cualquier parte. Busqué en mi móvil la imagen que había tenido años clavada con chinchetas en el corcho de mi estudio, y una vez encontrada, la miraba a veces, apretaba con más ahínco aún los puños sobre los hierros helados, y seguía pedaleando a vida o muerte, mientras a mi lado iban cayendo los más bravos e inolvidables compañeros de etapa.

Lo fue la música de Chet Baker, pensar de pronto que me enfrentaba al solo de trompeta más importante de mi existencia, en medio de tanta soledad. Fue lo peor de todo. Apretando tan sólo el metal frío de la trompeta que sonaba desde debajo de mis sábanas cuando el móvil se deslizaba, y yo pensaba que la música salía de algún lugar remoto desde el que me llegaba un soplo de vida, un himno de curación; el solo de trompeta más bello e invencible, compartido tan sólo a veces con aquellos heroicos guantes de plástico cuyo tacto en carne viva no olvidaré jamás. Gracias.

Lo fueron por fin los trenes, algo así como volver a la infancia cada vez que, al otro lado de la pared, los oía cruzar sobre la curva del humilde puente de los Franceses de Madrid, y pensaba que su paso trazando aquella curva me envolvía de alguna forma trayéndome el abrazo de mis hijas. Mi mujer. Mis amigos. Mis pasiones. La suerte que había tenido en la vida por amar y haber sido tan amado.

Fernando Beltrán es poeta y fundador de El Nombre de las Cosas. Su último libro es ‘La curación del mundo’ (Hiperión, 2020).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_