Violencia sin freno en Guayaquil, la ciudad fantasma donde el ejército vigila los tatuajes
La ola de violencia que sacude la ciudad más poblada de Ecuador cierra durante unas horas los comercios y recluye a la gente en sus casas. Llevar un determinado dibujo en la piel equivale a pertenecer a una banda criminal
El cabo primero William, un muchacho fornido y taciturno, como los hombres de otra época, lleva un fusil Heckler & Koch al hombro. Sabe que a la mínima oportunidad “hay que dar de baja al enemigo”. Primero se dispara y después se pregunta. Es el mantra de estos días de las Fuerzas Armadas ecuatorianas. Esta mañana, en la que el sol cae a plomo, participa en un retén en la puerta de un mercado de mariscos, el Caraguay, que queda en la boca del puerto de Guayaquil y huele a salitre. Los vendedores de pescado desmontan un árbol de Navidad coronado con un cangrejo vestido de Papá Noel. William divisa a lo lejos a un taxista con tatuajes en los brazos y le da el alto. Comprueba de un vistazo que no sean de águilas ni de leones, los que usan los miembros de las pandillas más peligrosas de Ecuador, las que han desafiado al Estado con bombas y asaltos a hospitales, y lo deja ir. El taxista, antes de acelerar, le dice a través la ventanilla:
—Vayan a la avenida Pablo Neruda, sobre la fábrica de hierro. Los lagartos están ahí.
—¿Qué hacen?
—Le piden plata a los conductores. Si no dan, los matan. ¡A uno le pidieron 1.000 dólares!
En Guayaquil —la ciudad más poblada del país, abierta al mar, lo que la convierte en un lugar estratégico para el tráfico de drogas— reina el desconcierto. El presidente, Daniel Noboa, declaró hace unos días que la nación está en guerra desde que las dos principales bandas criminales, Los Choneros y Los Lobos, tomaran el control de las cárceles y salieran a las calles a provocar el caos.
Fue una demostración de la fuerza que han ido acumulando estos últimos tres años, en los que se han hecho con los puertos, con barrios completos, comercios y flotas de taxistas. Por el camino se han infiltrado en las principales instituciones: tienen en nómina a jueces, policías, generales, fiscales y congresistas. Mandan matar a candidatos presidenciales y concejales que no les son afines. En sus zonas, el furgón de la morgue no entra a recoger los cadáveres hasta que recibe autorización. En ocasiones la propia familia levanta al muerto y lo entierra en una caja de pino, sin que conste ningún certificado de defunción. Una luz fantasmal cubre sobre estos barrios vedados para el resto de los mortales.
Gustavo López —22 años, camiseta negra, gorra calada— vive en Durán, el municipio más peligroso de Ecuador. Su alcalde vive oculto, exiliado, consciente de que sobre él pesa una pena de muerte. Hace unos meses, uno de sus concejales fue secuestrado y días después apareció muerto y torturado. No se pidió ningún rescate. Los Chone Killers y los Latin Kings pelean a bala por cada esquina de este lugar. Gustavo apenas sale a la calle, solo para ir a la tienda a comprar unas cervezas y volver. Se sorprende cuando ve matarse a muchachos que de niños jugaban al fútbol juntos, en un campito de tierra. Nunca lleva casco cuando va en moto por si alguien lo confunde. Lleva un tatuaje que en japonés significa “lealtad”.
Estos días en los que las autoridades revisan los grabados sobre la piel, cualquiera que tenga uno se convierte en sospechoso. Dice que si le para la policía les da el móvil para que lo revisen. Su hermano, que hace seis años se tatuó un león y un águila, cuando eso no significaba nada, no pisa el tranco de la puerta. Gustavo, en cambio, ha vuelto a abrir su puesto de arreglo de teléfonos: “Con la bendición y la fe de Dios salimos a trabajar”.
Durante 72 horas, Guayaquil pareció un pueblo fantasma. Los comercios cerraron y la gente se refugió en sus casas. De noche, con el toque de queda de once a cinco de la mañana, las avenidas lucen desiertas. Solo pueden salir los trabajadores esenciales —médicos, basureros— y los taxistas del aeropuerto. La policía encargada de velar por el turismo ha tomado los hoteles, que en la puerta tienen detector de metales. Diez policías resguardan la entrada del Hilton y otros tres vigilan desde la azotea. Un ejército se ha apostado frente a la casa en la que vive el presidente, hijo del empresario más rico del país, Álvaro Noboa.
—¿Este es el edificio del presidente?
—Este y el de al lado son suyos. Bueno, en realidad todo el Ecuador es suyo.
Bromea un miembro de la Marina, que esconde su rostro tras un pasamontañas. En la frente lleva una cámara GoPro. El presidente ha pedido a los militares que se hagan cargo de la seguridad, ante la falta de eficacia de la policía. Los uniformados patrullan con armas largas, a bordo de convoyes. Asustan a los delincuentes, pero también a los ciudadanos, que saben que son de gatillo fácil. En las últimas 24 horas, en el centro y sur de Guayaquil, detuvieron a tres supuestos miembros de Los Lobos, que, al parecer, reconocieron su afiliación a la banda. La noche fue más movida en Quito, donde un motorista atacó con explosivos una comisaría.
Las autoridades se han propuesto recuperar las cárceles, donde, de tanto en tanto, se producen motines con decenas de muertos. Los internos se matan a cuchillo por el control de los pabellones. Las cabezas decapitadas de los perdedores acaban en el retrete. Desde ahí, por muy contradictorio que parezca, las bandas gobiernan la delincuencia organizada del país. En una celda se ideó el asesinato durante la campaña electoral de Fernando Villavicencio, un periodista de investigación que había sacado a la luz la relación entre políticos y criminales. Los dos jefes de Los Choneros y Los Lobos, José Adolfo Macías Villamar, alias Fito, y Fabricio Colón Pico, se escaparon de la cárcel días atrás. Se presume que salieron por la puerta de la prisión, con alfombra roja. Noboa ha dicho que intentarán retomar el control, a sangre y fuego si es necesario. Los dos últimos presidentes prometieron lo mismo, sin ningún éxito.
En el mercado de mariscos, donde los cangrejos vivos se venden en racimos, nadie dice nada. Al oír las botas de los militares se ha hecho el silencio. Los pescadores y los vendedores permanecen mudos detrás sus puestos de azulejos aguamarina. No es ningún secreto que los pandilleros llegan todos los sábados, a las cuatro de la tarde, a cobrar la vacuna, la extorsión. Rebelarse es colocarse una soga al cuello. En abril del año pasado, un comando de 30 sicarios asesinó con una lluvia de balas a nueve pescadores que cayeron muertos junto a sus redes y sus barcas. La furia homicida ha tomado Ecuador. La gente asiste incrédula, en vivo y en directo, ante los ojos del mundo, de la descomposición de todo un país.
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